Creo recordar que fue Vargas Llosa quien comentó en su día esa frívola inclinación de muchos izquierdistas europeos a jalear a los movimientos revolucionarios… siempre que se produzcan a 5.000 kilómetros de distancia de sus confortables hogares burgueses.

La inmensa mayoría de los progres que cuelgan en sus dormitorios las fotos de Fidel y del Che Guevara no estarían dispuestos a soportar en sus propios países una revolución violenta como la cubana, y mucho menos un régimen dictatorial como el que rige en esa isla desde hace casi 60 años. A mí me parece más higiénico no desear para otros países lo que rechazarías para el tuyo. 

Otra actitud desgraciadamente extendida es hacer distingos entre dictadores según el campo ideológico en el que se sitúen. El siglo XX fue pródigo en tiranos de todas las clases y colores. Siempre me pregunté qué harían los Franco, Castro, Brézhnev, Pinochet, Mao o Salazar con alguien que piense como yo y pretenda defender en público sus ideas. Probablemente, perseguirlo y meterlo entre rejas, si no algo peor. Pues ahí acabó el debate. Para mí los gobernantes se dividen de entrada en dos grandes grupos: los que encarcelan y fusilan y los que no lo hacen. La vida y la libertad son líneas divisorias previas a las ideologías: no cabe distinguir entre dictaduras por el mismo motivo por el que no distinguimos entre terrorismos.

Es cierto que el régimen cubano fue ambivalente. ¿Un faro de la resistencia frente al imperialismo yanqui? Claramente, sí. ¿Una dictadura opresora de su propio pueblo y al servicio de otro imperialismo? Con toda seguridad, también.

Aunque en su origen fue una revolución local, su evolución posterior es inseparable de la Guerra Fría. Durante gran parte de ella, Estados Unidos se dedicó a promover dictaduras militares nacidas de golpes de Estado y sumisas a sus intereses (los llamados gorilazos, teledirigidos desde Washington). Mientras tanto, la URSS promovía, coordinaba y financiaba a todos los movimientos insurreccionales (algunos, incluso claramente terroristas), y a partir de 1960 lo hacía a través del Gobierno de Cuba.

En aquellos años, América Latina fue un infierno de violencia, miseria y falta de libertad. Es difícil encontrar en el continente un país que no padeciera golpes de Estado militares o movimientos revolucionarios de carácter violento –o ambas cosas a la vez, que era lo más frecuente.

Fidel Castro no era un comunista en origen. Dudo mucho que hubiera leído una letra de marxismo cuando bajó de Sierra Maestra. Aquella fue una rebelión guerrillera contra un régimen corrupto, el de Batista, que había convertido a la isla en algo peor que una colonia, en la sala de fiestas privada de los millonarios yanquis a costa de la miseria y la opresión de la población local.

Fue un grave error de Fidel Castro hacer de su país un enclave soviético en el patio trasero de Estados Unidos

El problema vino cuando, tras la revolución, el país pasó de ser una colonia norteamericana a ser una colonia soviética. Un escenario preferente de la Guerra Fría entre las dos superpotencias, cuyo momento más estremecedor fue la crisis de los misiles en 1962.

Igual que para el imperio soviético era casi insoportable la subsistencia de Berlín Occidental en el corazón de la RDA, Estados Unidos difícilmente podía tolerar la presencia de una base soviética (en eso se convirtió realmente la Cuba de Castro) a 150 kilómetros de su frontera. Especialmente cuando ese régimen actuó como la plataforma para agitar y desestabilizar todo el continente sudamericano. Un conflicto local se transformó así en un problema geoestratégico de primer orden: de hecho, a causa de Berlín y de Cuba el mundo estuvo más de una vez al borde de la tercera guerra mundial. 

Fue un grave error de Fidel Castro hacer de su país un enclave soviético en el patio trasero de Estados Unidos. Y fue un terrible error de los gobiernos norteamericanos recurrir al acoso, el aislamiento político y la asfixia económica de la isla. No solo no lograron derribar al régimen, sino que lo convirtieron en el icono del antiimperialismo en Latinoamérica; y permitieron que un dictador implacable fuera visto como un héroe por gran parte de la izquierda en el mundo.

El caso es que cayó el muro de Berlín, el imperio soviético se desmoronó y el comunismo pasó a la historia. Poco a poco regresó la democracia en Latinoamérica y se acabaron los gorilazos. Hace años que Fidel Castro dejó el poder en manos de su hermano y pasó a ser simplemente un anciano enfermo tratando de prolongar su vida y preservar su legado. Fin de la épica: hoy Cuba es la única dictadura que subsiste en América (aunque Nicaragua se aproxima peligrosamente a reingresar en el club), el único lugar en el que alguien como yo o como la mayoría de ustedes tendría motivos para temer por su libertad o por su vida a causa de sus ideas.

La muerte de Castro tendrá un valor simbólico y sentimental para muchos, pero no cambia la historia. El mito de la Revolución Cubana es ya un fósil, el único que permanece en pie de un tiempo histórico felizmente pasado. Esto es lo que Barack Obama –ayudado por el pragmatismo de Raúl Castro– había comenzado, por fin, a resolver, y una de las muchas cosas importantes que Donald Trump volverá a desarreglar.