Los dirigentes del independentismo han logrado dotar al españolismo en Catalunya de las cuatro cosas que más le faltaban: la motivación —o la desesperación— para convertirse en multitud y hacerse presente masivamente en las calles de Barcelona; la cohesión mínima imprescindible para compartir el mismo espacio público; un discurso común enhebrado sobre la defensa de la legalidad democrática frente al gorilazo insurreccional del nacionalpopulismo y un liderazgo, encarnado a partir de ayer por Josep Borrell.

Cuando comprobaron el éxito mareante de la manifestación y el impacto tremendo del discurso de Borrell, Pedro Sánchez y Miquel Iceta se abalanzaron sobre sus cuentas de Twitter para sacar pecho y reivindicar la figura del exministro socialista. Pero previamente se habían abstenido de comparecer en la manifestación, regateando escrupulosamente los gestos de adhesión a ella.

Permitieron que el mundo entero viera a Borrell flanqueado en la tribuna por García Albiol y por Rivera. No solo se ausentó Sánchez, sino todos los miembros de su ejecutiva, incluidos los catalanes. Allí estaba Cristina Cifuentes, pero no Susana Díaz ni ningún otro de los presidentes autonómicos socialistas. Iceta contempló la manifestación desde su casa —contrastando con su entusiasta presencia en la mucho más minoritaria del día anterior ante el Ayuntamiento—, y creyó haber cumplido enviando como observador a su secretario de organización.

El establishment socialista al completo estuvo este domingo en cualquier sitio menos en donde se le esperaba, donde estuvieron emocionalmente la mayoría de sus votantes.  El día en que uno de los suyos se consagró como el referente de un movimiento transversal de resistencia capaz de movilizar a cientos de miles, ellos hacían lo de siempre, especular.  La historia del PSOE en los últimos años se resume en la conocida frase: jamás pierde una ocasión de perder una ocasión. 

Sí, Josep Borrell emergió ayer como el líder moral del españolismo catalán (o del catalanismo español, como prefieran, porque finalmente ambos se han fusionado ante el acoso). Pero no será por el apoyo que ha recibido de su partido. Es más, si no ocupa ese lugar desde hace tiempo es por el manifiesto recelo que su figura ha despertado siempre en la clase dirigente del PSC. Por lo demás, ha demostrado que posee coraje y densidad política, brillantez oratoria y un discurso articulado y consistente, capaz de desarmar argumentalmente el castillo de mentiras del independentismo gubernamental. Si en un futuro próximo hubiera elecciones en Catalunya, cualquier candidatura que lo llevara en su cabecera tendría una capacidad de arrastre superior a la de cualquier sigla. Y no digamos si llegara a haber una lista común de las fuerzas leales a la Constitución (sí, ya sé que hoy por hoy eso es imposible y para muchos indeseable, pero también lo parecía lo que sucedió ayer. La persecución une mucho más de lo que se piensa).

Da igual que fueran casi un millón, como dicen los organizadores, o 350.000, como afirma la policía de Colau. En todo caso, eran una barbaridad de gente para tratarse de un sector de la población históricamente encogido, silenciado y desmovilizado en Catalunya, que solo ha hecho sentir su peso, y no siempre, en las urnas (en las legales, quiero decir). Tan estúpido es no admitir que dos millones de ciudadanos dispuestos a romper con todo —incluso con la democracia— por la pulsión de irse de España plantean un problema político de enorme magnitud, como seguir ignorando la presencia de esos “otros catalanes” que ayer tomaron la palabra en el único lugar en que el régimen se lo permite —hasta el momento, ya veremos lo que pasaría con el advenimiento de la República.  

La manifestación de ayer es una muestra más de que este conflicto es solo secundariamente un problema entre Catalunya y España. Primariamente, es sobre todo un conflicto entre catalanes, entre la Catalunya nacionalista y la que no lo es. Es este carácter de larvada guerra civil lo que lo hace más explosivo y difícil de resolver.

En Catalunya ya no hay un Govern, sino un Comité de la Revolución viajando en coche oficial. No hay un Parlament, sino una asamblea declarada en rebeldía. No hay un debate político normal, sino saña en el combate. Y no hay oposición, sino resistencia. Y desde el 1 de octubre, no hay una policía para todos, porque cada bando tiene la suya. 

Pronto veremos en las ciudades catalanas barrios indepes y barrios unionistas, y pasear por ellos será asunto de cuidado si no te identificas convenientemente. Unos y otros se reunirán en bares distintos, purgarán a sus amistades en función de su postura ante el procés y tratarán de enviar a sus hijos a un colegio “de confianza”, para evitar contagios. El orden familiar será de montescos y capuletos, y menudo drama si la niña se ennovia con un unionista, o viceversa. Nada que no se haya visto recientemente en otros lugares; por ejemplo, en el Ulster.

Sobre las cenizas de ese destrozo histórico, ayer emergió la figura de Borrell para dar un liderazgo creíble y energizante al bando resistente. Los dirigentes de su partido, mientras tanto, siguen cazando moscas.