El 4 de julio es la fiesta nacional de los Estados Unidos. Ese día se conmemora la aprobación por el Congreso de la Declaración de Independencia, en la que los trece estados fundadores se desligaron formalmente de la Corona británica para federarse en una nueva Unión.

La Declaración de Independencia, cuyo principal redactor fue Thomas Jefferson, es uno de los textos políticos más trascendentales y hermosos de la historia. En él se reflejan con anticipación luminosa las ideas que años más tarde darían lugar a la Revolución Francesa, y aquel día nació el único Estado en el mundo que ha sido democrático sin interrupción desde su nacimiento.

Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad. Que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados. Ninguna de estas ideas era obvia al iniciarse el último cuarto del siglo XVIII, cuando el absolutismo monárquico imperaba en Europa de punta a punta y el resto del mundo estaba colonizado o sometido a tiranías implacables.

En sus 241 años de existencia, los Estados Unidos atravesaron por una guerra civil y dos guerras mundiales, además de innumerables conflictos repartidos por el mundo; actuaron como superpotencia global, librando durante décadas una guerra fría con la URSS basada en el equilibrio del terror nuclear a la destrucción mutua asegurada; organizaron y financiaron golpes de Estado y ampararon a dictaduras (la de Franco, sin ir más lejos); también sufrieron el mayor ataque terrorista que se recuerda en el corazón de su ciudad más universal. Su historia está lejos de ser inmaculada, aunque les debemos haber librado a Europa dos veces del totalitarismo.

La libertad de expresión es el Santo Grial de la democracia norteamericana, el núcleo de su código genético

Sin embargo, desde aquel 4 de julio de 1877 nadie ha tenido jamás la ocurrencia de poner en cuestión los tres fundamentos del país: primero, su carácter de tierra de acogida; segundo, su institucionalidad democrática, plasmada en la Constitución; tercero, la supremacía de las libertades individuales, y sobre todas ellas la libertad de expresión.

La libertad de expresión es el Santo Grial de la democracia norteamericana, el núcleo de su código genético. Y desde que existen los medios de comunicación, su expresión máxima es la sacrosanta libertad de prensa. Ninguno de los 44 presidentes anteriores, de George Washington a Barack Obama, osó jamás amenazarla o desafiarla. Quien lo hubiera intentado habría sido privado del poder de forma fulminante. Hasta que llegó el gorila.

El vídeo que ha hecho público Donald Trump, en el que se le ve golpeando en el suelo a un sujeto cuyo rostro ha sido sustituido por el logo de la CNN, es una bestialidad política inaudita en el país de la libertad. La primera vez lo vi de pasada y creí que se trataría de un montaje difundido por los enemigos del presidente. Pese a que opino lo peor de él, pensé que a alguien se le había ido la mano. Imaginen mi estupor al descubrir que el propio Trump era el autor del esperpento y responsable de su difusión.

En un país en el que se cuentan por decenas de miles los chiflados y/o fanáticos armados hasta los dientes, lanzar un vídeo como ese desde el despacho oval de la Casa Blanca es algo peor que un ataque a la libertad de expresión, es una incitación expresa y directa al crimen.  

Que nadie se sorprenda si cualquier día alguien se presenta en la sede de la CNN –o del New York Times o el Washington Post– y se lía a tiros. Si un redactor de cualquiera de esos medios recibe una paliza monumental o aparece en una esquina con una bala en la cabeza, pregunten al señor presidente quién instiló en la mente de los asesinos la perturbada idea de que agredir físicamente a los periodistas es un acto honorable y patriótico.

Estremece pensar que ese tipo de comportamientos, que en cualquier otro momento producirían un terremoto social e institucional, puedan naturalizarse y llegar a ser vistos como parte del paisaje

No es una exageración. La capacidad de generar comportamientos emulativos de los líderes es tremenda. Y si se trata de un líder tan polarizador, tan disruptivo y –por ello– tan atractivo para los chalados como Trump, mucho más. Si lo que mi presidente desea es que alguien golpee a los bastardos de CNN hasta callarlos para siempre, aquí estoy yo para servir a la Patria.

Estremece pensar que ese tipo de comportamientos, que en cualquier otro momento producirían un terremoto social e institucional, puedan naturalizarse y llegar a ser vistos como parte del paisaje. Cosas del Donald, ya se sabe. Si eso sucede –y parece que empieza a suceder–, estamos acabados.

Estremece saber que este no es un hecho aislado ni el punto más alto de sus provocaciones. Que detrás vendrán más y cada vez más audaces y más amenazadoras.

Pero lo que más estremece es imaginar que pueda desencadenarse una crisis internacional realmente grave, con peligro bélico, con semejante individuo en posesión del maletín nuclear más destructivo del planeta.

Mientras la democracia norteamericana pueda defenderse, lo hará. Todo apunta a que la presidencia de Trump terminará antes que su mandato, y que probablemente será el propio partido republicano el que tome las riendas de su destitución. Si van a hacerlo, por favor, que se den prisa.

Mientras, para muchos norteamericanos amantes de la libertad y orgullosos de su democracia esta celebración del 4 de julio será más dolorosa que ninguna otra. Saben que el mundo los mira y les reclama que hagan algo para parar a la bestia.