No paso por ser un ingenuo, pero confieso que esta vez me lo tragué. Ya dijo Proust que “la convicción crea la evidencia”. En este caso no fue exactamente la convicción, sino el deseo lo que me hizo percibir una evidencia falsa, cuando todos los indicios de la realidad apuntaban en sentido contrario.

No niego que me hizo sospechar que para hacer la manifestación se dejaran pasar doce días desde el atentado, cuando lo habitual es hacerla en las primeras 72 horas. Si la marcha unitaria se hubiera celebrado el sábado anterior, con el impacto emocional en todo lo alto, su manipulación sectaria habría sido imposible por inasumible.

También invitaba al recelo el que su organización no fuera unitaria sino exclusiva de las fuerzas políticas procesistas; las demás, por lo visto, bastante tenían con ser admitidas. O los ridículos forcejeos sobre el papel de unas y otras fuerzas policiales, como si importara mucho más el quién que el qué. Y si algo faltaba, todo debió quedar claro de antemano cuando la CUP anunció su intención de personarse en el evento. Ni pensar que fueran allí para honrar a las víctimas: estos, a donde van es para deshonrar a algo o a alguien —o a todos, incluidos ellos mismos—. Su inocultado propósito era sabotear el acto convirtiéndolo en una emboscada para españolistas.

El sábado no se trataba de mostrar el duelo, sino de darle carpetazo cuanto antes, que el procés apremia y el tiempo se nos echa encima

Ya venía durando demasiado para algunos ese peligroso clima de concordia civil en el que parecía que uno podía darse la mano con cualquiera sin visarle el pasaporte político. En realidad, el sábado no se trataba de mostrar el duelo, sino de darle carpetazo cuanto antes, que el procés apremia y el tiempo se nos echa encima. No de prolongar la tregua política, sino de clausurarla para regresar a la confortable seguridad de las trincheras. No de fortalecer la unidad, sino de profundizar el cisma. No de juntar a la mayor cantidad de gente posible, sino de introducir en el ambiente unos cuantos elementos disuasorios para impedir cualquier posible comparación con la Diada, que ahí sí los contaremos por millones.

Lo importante no es lo que cada uno viera venir o no antes de la manifestación, sino lo que todos hemos comprobado después:

Hemos comprobado dolorosamente que hoy en Catalunya no hay condiciones para que independentistas y no independentistas compartan el espacio público por ningún motivo, por noble y humano que este parezca. La grieta que se ha abierto en la sociedad es demasiado profunda y, sobre todo, demasiado omnipresente: nada puede suceder hoy en Catalunya que no esté fatalmente contaminado por la batalla del procés.

Hubo una falsa apariencia de unidad durante unos días, que a la primera prueba se rompió como un cristal

Comprobamos que la unidad política y social frente al terrorismo no se ha fortalecido tras la manifestación, sino lo contrario. Hubo una falsa apariencia de unidad durante unos días, que a la primera prueba se rompió como un cristal. Todo lo que se ha visto después es la habitual catarata de reproches, desplantes y acusaciones mutuas. Volvamos pronto a la normalidad, como pidió Puigdemont.

Empezamos a comprobar que en Catalunya vivir en paz podría convertirse en algo difícil para cierta gente, salvo que acepten la ley del silencio. Un lugar en el que, por ejemplo, una dirigente del PP no puede hacer tranquilamente una entrevista en la calle sin jugarse el físico. Como creo poco o nada en las patrias, la causa de la independencia y su contraria me traen bastante sin cuidado, siempre que no se ponga en peligro aquello en que sí creo, que es la democracia política y la libertad de las personas. Y francamente, crece en mí la desasosegante sensación de que, según como prosigan las cosas, eso puede no estar garantizado.

Decía Borges que los peronistas son gente que se hace pasar por peronista para sacar ventaja. Si en la sociedad catalana llega el momento en que resulte recomendable hacerse pasar por procesista para sacar ventaja —o para evitarse inconvenientes—, habrá que empezar a preocuparse en serio.

Se comienza pitando a un himno en un estadio, se continúa acosando a los políticos que acuden a una manifestación contra el terrorismo, y quién sabe dónde se acaba. Un personaje de Cabaret preguntaba sobre los “camisas pardas” a un acomodado burgués de la Alemania de los primeros años 30: ¿Estáis seguros de controlarlos? Pues eso.

En todos los lugares hay gente dispuesta a practicar la intolerancia y la agresión al diferente

Hablando del terrorismo, alguien ha escrito que no es que el islamismo se radicalice, sino que los radicales se apoderan del islamismo. En todos los lugares hay gente dispuesta a practicar la intolerancia y la agresión al diferente. Llámenlos radicales, extremistas, fanáticos, ultras o como quieran, siempre responden al mismo patrón de comportamiento. Buscan a su alrededor una causa que se preste a ser radicalizada y la vampirizan. Suele tener que ver con todo lo que es irracional: la religión, o la patria, o la supremacía racial, o la dominación sexual, o el irredentismo social. Incluso el fútbol. Ese es el papel de la CUP en el independentismo, y no puede decirse que les vaya mal hasta ahora.

No crean que el mal afecta sólo a la sociedad catalana, aunque esta padece ahora una inflamación de sectarismo. Si el atentado fuera en Madrid y a la manifestación de repulsa acudieran Puigdemont, Junqueras y Colau, los energúmenos de turno los habrían acosado igual que a Felipe VI y Rajoy en la de Barcelona (aunque quizá, sin una cobertura oficial tan descarada). Y algún cínico con poder habría dicho que eso es una muestra de la libertad de expresión, cuando es precisamente lo contrario.

Por el camino han quedado 16 víctimas mortales, de las que nadie se acordó en el aquelarre del sábado. Ni siquiera tuvieron el detalle de mencionar sus nombres. Para responder al espíritu de los organizadores, el verdadero lema de esa manifestación debió ser “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”.

Tengo miedo.