Hace muy poco, decidimos con unos amigos ir a pasar unos tranquilos y soleados días de vacaciones en una casa rural en medio de viñas, olivos y almendros, nada que envidiar a la Toscana. El plan era bastante sencillo. Dejar atrás las manías y prisas diarias, desconectar del trabajo, caminar y admirar el paisaje, hacer carne a la brasa, charlar, jugar a las cartas junto a la chimenea, ver las estrellas de noche, reír, sonreír... Sin mucho equipaje, parrillas de las de verdad, una chimenea con buena tirada, buena comida y buen vino. Nada demasiado complicado en teoría, pero que parece que cada vez nos cuesta más, encontrar el momento de disfrutar estar juntos y bien avenidos.

Una de las mañanas, nos animamos a caminar desde donde hacíamos estancia hasta Santes Creus. Un camino pedregoso que la luz del sol pintaba de color perlado iba bordeando las viñas, frecuentadas por el verde oscuro de las encinas y pinos que separaban los diferentes planteles. Clapas de tomillo florido por todas partes. La vista espectacular y la conversación distendida nos entretenían mientras íbamos haciendo camino. Y entonces, levanté los ojos y miré, realmente mirar, las viñas. Las cepas con sus ramas retorcidas y las yemas tímidas de los pámpanos al sol. Alineadas perfectamente. Una cepa al lado de la otra; una cepa tras la otra; una hilera, y otra, y otra y otra... Todas iguales, todas genéticamente idénticas. Y vi delante de mí el despliegue de los clones del mercenario Jango Fett, en el Ataque de los Clones en la Guerra de las Galaxias. La corteza parda y envejecida me pareció, por un momento, una armadura blanca y brillante. Un ejército de cepas clónicas. Todas preparadas, pero no para luchar, sino para hacer crecer sus uvas. Clones genéticos. Una chispa de conocimiento que probablemente todos sabemos, pero en la que nunca paramos atención.

En la reproducción sexual los hijos presentan nuevas combinatorias genéticas a partir de la información de los progenitores

Todos sabemos que las plantas pueden reproducirse sexualmente o asexualmente. Sexualmente, como ahora lo hacen las plantas que hacen flores y dan frutos con semilla; las semillas pueden ser plantadas y germinarán en una planta hija, similar pero no idéntica a la original, igual que nuestros hijos se parecen, pero no son idénticos a nosotros. Recordamos que en la reproducción sexual cada progenitor aporta la mitad de su ADN, de su información genética, a sus hijos. Por lo tanto, aunque la información es preexistente, se generan nuevas combinatorias genéticas, con la mitad de cada parental. Pero las plantas también pueden generar nuevas plantas sin pasar por semillas, y esta es la reproducción asexual. Si cogemos una patata y la dividimos en partes y las sembramos, de cada gajo saldrá una nueva planta. Si nos dan una ramita de alguna planta que nos gusta, la podemos plantar en una maceta y, si arraiga, puede salir una nueva. Eso es posible porque las células de las plantas pueden cambiar su identidad fácilmente y desdiferenciarse, es decir, de un tallo pueden salir raíces, de un tubérculo pueden salir tallo y raíces, según convenga... cosa que los animales tenemos mucho más complicado (aunque los hay que lo pueden hacer, tema para otro día). Sea como sea, los humanos nos hemos aprovechado de esta propiedad de las plantas y hemos utilizado tanto la reproducción sexual como la asexual de las plantas, según nuestros intereses.

Así, para generar nuevas variedades de plantas, hacemos cruces genéticos, esperando que las plantas hijas tengan características combinadas de las dos plantas parentales. La polinización dirigida, es decir, coger polen de estambres (órganos masculinos) para depositarlo en los estigmas (órganos femeninos) de las flores receptoras emasculadas (en las que se ha "castrado" la parte masculina de la flor, arrancando sus estambres), es conocida por los seres humanos desde hace miles de años. Ya era una actividad practicada por los asirios en el 800 aC e inmortalizada en sus bajos relieves. Después de los cruces genéticos hay que ver cuáles son los resultados, dado que, como no se puede dirigir, puede ser que las plantas hijas no sean como querríamos y no tengan las características deseadas. En clase de genética se explica el caso de Karpechenko, un genetista ruso, que el año 1928 intentó el cruce de dos plantas conocidas por todos, rábanos y coles (son de la misma familia, las crucíferas, y se pueden fertilizar), con la idea de generar una planta donde se pudiera aprovechar y comer todo, la raíz (rábano) y las hojas (col). Desgraciadamente, el resultado del cruce genético no salió como se esperaba y se generaron plantas hijas con las raíces de las coles y las hojas de los rábanos. Bien, no hay que decir que esta planta no resultaba muy útil para la alimentación y no fue cultivada. Un experimento genético fallido. Pero también puede ser que el cruce genere una planta nueva interesante, por ejemplo, la naranja dulce que comemos es descendiente de dos cruces seguidos entre mandarina y pomelo (su genoma es 75% mandarina y 25% pomelo).

Los humanos hemos utilizado tanto la reproducción sexual como la asexual de las plantas, según nuestros intereses

Pero también utilizamos, y mucho, la propiedad de las plantas de reproducirse asexualmente. Si encontramos una planta que nos gusta tal como es, sea por el olor de las flores o por la calidad del fruto, no queremos que sus características cambien, las queremos perpetuar. Por lo tanto, lo que realmente queremos es hacer clones, y no un clon, sino muchos. Miles, millones y millones de millones de clones. Idénticos, con la misma información genética. En este caso sólo podemos recurrir a la reproducción asexual. ¿Tenemos un rosal que hace unas flores de un olor o de un color aterciopelado que nos enamora? Pues cogeremos una ramita de rosal y lo injertaremos en un pie de otro rosal que habremos decapitado, con el fin de generar un rosal quimérico que haga flores idénticas a las del rosal original. Un nuevo clon. Y eso lo hacemos con los rosales, pero también con las patatas (Kennebec, Red Pontiac...), con los manzanos (Fuji, Golden, Gala...) y otros árboles frutales, con los olivos (Arbequina, Picual...) y muy evidentemente, con las cepas (tempranillo, garnacha, moscatel, parellada, moscatel, sumoll, albillo, chardonnay, syrah, merlot, cabernet sauvignon... ). Y en este caso lo hacemos porque las uvas de la misma cepa comparten la misma información genética y tienen el mismo metabolismo. Por lo tanto, las uvas de la misma cepa tienen una composición bioquímica (azúcares, antocianos, polifenoles, compuestos aldehídicos y cetónicos...) muy similar que, a pesar de variar un poco –al depender de la tierra, la lluvia y el sol de cada añada–, conjuntamente hacen que los vinos que se obtienen presenten unos matices de sabor, olor, color, es decir, unas cualidades organolépticas diferenciales, que nos seducen y nos atrapan. Y es por esta razón que, incluso los que vivimos en ciudad y no sabemos de cultivar pero nos gusta el vino, somos capaces de llamar por su nombre muchas más variedades de vinos monovarietales (y, por lo tanto, cepas) que de cualquier otra variedad de planta que comemos.

Sin embargo, ahora os pregunto, ¿de verdad somos conscientes, realmente conscientes, que cuando decimos este vino es un Cabernet Sauvignon queremos decir que todos los millones de millones de cepas del mundo que denominamos Cabernet Sauvignon son genéticamente idénticas, y que son todas copias clónicas de una única cepa original?

Millones de plantas cultivadas son clones genéticamente idénticos de unas cepas concretas

El día de vuelta estuvimos charlando un rato con el dueño de la casa, que elabora unos interesantes vinos de autor monovarietales, y le comenté que algunos de los artículos que guardo como pieza de información curiosa (es lo que tiene dedicarse a la genética) son sobre la genética de las cepas. Más concretamente, sobre el pedigrí genético del Cabernet Sauvignon y otras uvas bien conocidas. En este artículo, talmente como se hacen los análisis forenses de paternidad/maternidad cuando se encuentra un esqueleto sin identificación, se averigua la filiación del Cabernet Sauvignon y de otras cepas. ¿Os imagináis una cepa en la mesa aséptica de un forense, como lo hacen en las series donde se resuelven casos criminalísticos? Pues en lugar de hacer una autopsia, podemos extraer una muestra de su ADN, e inferir de quién es hijo.

¿Quiénes son los padres del Cabernet Sauvignon? ¿Y los del Chardonnay? Lo dejamos para la semana que viene.