Estos días he leído un libro breve pero impactante que me regaló una compañera de trabajo. El autor es Antoine Leiris y el título es tan explícito como contundente: No tendréis mi odio. Es el testimonio de un hombre joven, periodista, cuya mujer, Hélène Muyal-Leiris, murió el 13 de noviembre de 2015 en el atentado de la Sala Bataclan de París. Aunque abrumado por la situación, al día siguiente de los hechos Antoine escribió una carta a los terroristas y la colgó en su página de Facebook. En cuestión de minutos fue compartida por más de 200.000 personas, convirtiéndose en un fenómeno viral que dio la vuelta al mundo. Tituló la carta como el libro que ahora publica en español Ediciones Península. Es un libro que rebosa humanidad del principio hasta el final.
Este libro debería ser de lectura obligatoria, especialmente para quienes, como el candidato del PP en el País Vasco, Alfonso Alonso, minimizan el dolor de las víctimas colaterales del terrorismo cuando intuyen que darles la razón podría beneficiar de alguna manera la causa que combaten. El libro es una lección de ética de gran calado, como también lo fue el silencio de Pili Zabala, hermana de José Ignacio “Joxi” Zabala, presunto miembro de ETA que fue torturado y asesinado por los GAL en 1983, ante la respuesta de Alonso, todo un ex ministro, a una pregunta muy sencilla que hubiese podido plantear Leiris si alguien hubiera osado negar con enredos su dolor de víctima colateral: “¿Entonces, usted no me considera víctima?”. La respuesta de Alonso, tartamudeando y escudándose tras la denominación legal, fue para asegurar que Zabala era víctima de una “actuación por parte de funcionarios del Estado condenable”, pero admitió que desde el Gobierno no se le reconocía la condición de “víctima del terrorismo”. Cuando Dios o la Constitución son más importantes que la humanidad significa que quienes lo creen han caído en la decadencia moral y son “víctimas” del fanatismo.

“No volveremos nunca a nuestra vida anterior”, escribe Antoine dirigiéndose a su hijo Melvil, una criatura de diecisiete meses, que al ser tan pequeña con los años seguramente no recordará quién era su madre. Y sin embargo, el padre le recomienda: “Pero no vamos a construir una vida contra ellos [los terroristas]. Avanzaremos en nuestra propia vida”. A partir de ese momento, la historia de Antoine y Melvil será la “historia de un padre y de un hijo que crecen solos, sin la ayuda del astro que han venerado”, como la historia de Pili Zabala es la de una hermana que perdió a un hermano a manos de unos policías corruptos aunque arropados por el Estado “de derecho”. Es la historia de una pérdida sin sentido, que sólo pueden justificar los dogmáticos que desprecian la vida porque creen en las siempre temerarias verdades absolutas.

Ustedes me preguntarán cuál es la relación entre este libro que habla de las secuelas de un atentado terrorista —y, sin embargo, es una historia de amor—, con la comparecencia del líder del PDC en el Congreso y exportavoz del Govern Mas, Francesc Homs, ante el Tribunal Supremo para declarar sobre la celebración de la consulta del 9-N. Pues tiene mucha relación. Cuando Antoine escribe a los terroristas y les dice que han perdido la partida si lo que “queréis [es] que tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con sospecha, que sacrifique mi libertad por la seguridad”, eso mismo se podría aplicar a los jueces españoles que persiguen a los miembros del gobierno catalán que ampararon el 9-N. Hay “un paraíso de almas libres, al que vosotros no accederéis nunca” —escribe Antoine— y eso mismo les podría decir Homs a los constitucionalistas que le interrogaran y que les dan miedo las urnas.

La causa de la justicia española contra Homs, Mas, Ortega y Rigau es arbitraria, política y partidista. Es fruto del fanatismo nacionalista español

La causa de la justicia española contra Homs, Mas, Ortega y Rigau es arbitraria, política y partidista. Es fruto del fanatismo nacionalista español, más preocupado por las esencias de su patria que por la defensa de la democracia española, en muchos aspectos en estado de descomposición. Y esto vale también para todos los periodistas, intelectuales y profesores universitarios que apoyan al PP y al PSOE cuando se trata de reprimir al soberanismo catalán. Su inmoralidad es tan absoluta e imbécil, que les preocupa más la cuestión del burkini que la aluminosis democrática —en palabras de Artur Mas— del Estado al que pertenecen. También hay articulistas catalanes, supuestamente independentistas, aunque antes comiesen de la mano y del bolsillo de corruptos autonomistas, que se dedican a criticar a Homs y a los demás encausados del PDC — que es el partido, por cierto, con más gente perseguida por la justicia española— acusándolos de llorones. Supongo que esa misma gentuza, tan ingrata con sus antiguos valedores, también se reirá del libro de Leiris. A los falsos adoradores de Josep Pla les parecerá cursi.

Todos los demócratas deberían estar asustados por la persecución judicial española de los soberanistas, se llamen Homs, se llamen Forcadell. No vale esconderse tras la presunta corrupción de la familia Pujol para mirar hacia otro lado. Cuando alguien emplea razones estrafalarias para negar la condición de “víctima” a quienes son perseguidos por sus ideas, de facto hace como Alfonso Alonso, que en un santiamén se convirtió en cómplice de los GAL a pesar de que el PP utilizó su existencia para verter mierda contra el PSOE de Felipe González, el verdadero inspirador de aquella trama. El odio es la peor receta para quien cree en la libertad y en la vida, como también lo es para los políticos profundamente demócratas. Y Francesc Homs lo es. Se le pueden criticar muchas cosas, pero tiene una carta de servicios a la democracia que puede exhibir con orgullo. Y ayudar a poner las urnas el día 9-N fue uno de esos méritos —sí, sí, un mérito, amigos derrotistas— que la mayoría soberanista sin carnet de partido supo apreciar.

El 9-N fue un ejercicio de dignidad, un acto de rebeldía sin precedentes, aunque no tuviera efectos legales. 

El 9-N fue una fiesta de la democracia. Durante un día entero, Catalunya fue un país libre, con un montón de voluntarios que ayudaron —ayudamos— a poner las urnas para que quien quisiera pudiera expresar su opinión. Como no se encontró la fórmula para convertir aquella consulta en un referéndum vinculante, la participación masiva de la gente la convirtió en un acto de soberanía impresionante, tanto o más importante que las cinco Diadas durante las que la gente sale a la calle a manifestarse. Se hace camino al andar en este largo proceso soberanista. El 9-N fue un ejercicio de dignidad, un acto de rebeldía sin precedentes, aunque no tuviera efectos legales. Sólo los políticos y los comentaristas mezquinos aún hoy lo niegan. Los grandes cambios deben soportar el escepticismo de los acomodados que critican a los que, como es evidente, se la juegan porque no acatan —o burlan— las leyes injustas.
Las urnas del 9-N fueron como la pluma de Antoine Leiris cuando lucha contra el horror con lágrimas de tinta. Las urnas son siempre el antídoto contra los bárbaros que las rompen o las inhabilitan: “Todos los demócratas sin excepción son víctimas de este nuevo ataque de un Estado que ha organizado un verdadero GAL político, como en otros momentos ha actuado contra la libertad y la democracia” —dijo Homs. Ciertamente, todo los que se mantengan firmes en la defensa del soberanismo catalán sufrirán en un momento u otro la persecución que padece él ahora. No se debe odiar a los jueces o a los políticos españoles, sólo hay que combatirlos con la unidad soberanista, independientemente de la ideología de cada uno. Esta unidad será tan fuerte y punzante como el silencio de Pili Zabala, y tan ruidosa como la humanidad de Leiris, que desarma a los fanáticos de todo el mundo. Será el principio de una gran victoria. Que tengas suerte, Quico, porque el camino no será fácil.