Rajoy y Rivera sabían muy bien lo que hacían al pactar la fecha de la investidura. Si el resultado es positivo (altamente improbable tal como están las cosas), habrá un gobierno el 3 de septiembre y estaremos a tiempo de que a finales de ese mes entre en la Cámara el proyecto de presupuestos y el 15 de octubre España pueda presentarse en Bruselas con los deberes hechos: un techo de gasto acordado, un proyecto de presupuestos ya en tramitación que evite prorrogar los del año anterior y un itinerario conocido para la reducción del déficit.

Todas esas exigencias estaban implícitas pero muy claras cuando perdonaron a España la multa por incumplir dolosamente sus compromisos. El mensaje fue inequívoco: esta vez vamos a hacer la vista gorda, pero si en tres meses no vienen ustedes con la tarea cumplimentada, prepárense para lo peor.

Si seguimos sin gobierno, además de las sanciones comunitarias que nos costarán miles de millones de euros, sufriremos un vendaval durísimo de desconfianza de los mercados y de paralización de las inversiones, porque un país en el que no se puede confiar en lo político tampoco es de fiar en lo económico. Ello frenará la incipiente recuperación de la economía y del empleo.

Y habrá también una dolorosa sanción social. Los que se disponen a prolongar el bloqueo (no por hipócritas razones ideológicas o éticas, sino por las mismas miserables apreturas orgánicas por las que Cameron empujó a su país al abismo del Brexit), saben que causarán un daño inmenso a millones de ciudadanos.

Alguien tendrá que pagar políticamente por semejante desaguisado, y ese alguien ya tiene nombre, apellido y sigla

Las pensiones entrarán en la zona de máximo peligro (si es que no lo están ya), los sueldos de los funcionarios no podrán actualizarse, las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos verán sus ingresos congelados y sufrirán los servicios esenciales (asuntos menores, como la sanidad y la educación), no se podrá iniciar la perentoria reforma fiscal que mejore los ingresos públicos sin castigar más a la clase media, los trabajadores no podrán recuperar los derechos que perdieron con la reforma laboral del PP ni los ciudadanos las libertades que cercenó la “ley mordaza, no habrá un pacto social con sindicatos y empresarios para planificar una salida justa de la crisis.

Alguien tendrá que pagar políticamente por semejante desaguisado, y ese alguien ya tiene nombre, apellido y sigla. Sólo en una cosa están ya de acuerdo los partidos políticos, los grupos mediáticos y los poderes económicos, desde el tándem Rajoy-Rivera a Pablo Iglesias, desde PRISA a La Sexta, desde Juan Rosell a Núñez Feijóo, Urkullu y Puigdemont: si se repiten las elecciones, ese marrón se lo van a comer entero los socialistas, con Pedro Sánchez a la cabeza y su timorato e inepto séquito de barones detrás de él. A todos ellos, incluidos los emboscados, les espera el diluvio universal a partir del 2 de septiembre. Y se lo habrán ganado a pulso.

Para dejar más clara la cosa, García Albiol, siempre tan sutil, lo puso en Twitter: “A ver si Sánchez tiene narices de enviar a 36 millones de españoles a repetir elecciones el día de Navidad”.

Si les queda un gramo de sentido común (lo que es legítimo dudar), hay varias formas razonables de evitar esa fecha

Pero aunque la investidura fracase como quiere Sánchez y no haya nuevos intentos como quiere Rajoy, no es inexorable que las elecciones sean el día de Navidad. Si les queda un gramo de sentido común (lo que es legítimo dudar), hay varias formas razonables de evitar esa fecha. Los expertos juristas podrán precisarlo mejor, pero a mí se me ocurren dos muy obvias:

La primera es por la vía de la interpretación constitucional. El artículo 99.5 dice que, transcurridos dos meses a partir de la primera votación de investidura sin que ningún candidato haya obtenido la confianza del Congreso, “el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones”. Pero no obliga a que ese doble acto de disolver y convocar sea instantáneo. Bastaría dejar pasar unos días entre el final del plazo y la aparición en el BOE de la convocatoria –con el consentimiento implícito de los partidos– para sortear la fecha fatídica del 25-D.

La segunda vía sólo requiere una sencilla reforma de la Ley Electoral, que puede hacerse en muy poco tiempo si hay consenso. Me explico:

La Constitución establece, con carácter general, que las elecciones se celebrarán entre los 30 y los 60 días desde la finalización del mandato de las Cámaras (en este caso, de su disolución). Y en la Ley Electoral vigente se concreta el plazo: “Las elecciones habrán de celebrarse 54 días después de la convocatoria”. Es esa determinación de los 54 días la que obligaría a votar el 25 de diciembre.

Hay un vacío legal sobre el caso excepcional: cuando es el Rey quien disuelve las Cámaras por la imposibilidad de formar gobierno

Pero en el texto de la ley esa exigencia se refiere a los dos supuestos normales: Cuando hay elecciones porque el Presidente del Gobierno las convoca anticipadamente, o cuando las hay porque expiran naturalmente los cuatro años de la legislatura.

Hay un vacío legal sobre el caso excepcional: cuando es el Rey quien disuelve las Cámaras por la imposibilidad de formar gobierno.

Sería perfectamente posible llenar ese vacío añadiendo un par de líneas que acorten el plazo entre la convocatoria y la votación: establecer, por ejemplo, que en el supuesto del artículo 99.5 de la Constitución, las elecciones se celebrarán 34 días después de la convocatoria.

Haciéndolo así, la primera votación de investidura sería el 31 de agosto y las elecciones podrían celebrarse el 4 de diciembre. Eso si se quiere mantener la norma consuetudinaria de votar en domingo, lo que tampoco es ninguna obligación legal.

No estoy descubriendo nada que Rajoy no sepa. Hace semanas que un ejército de juristas a las órdenes de Soraya Sáenz de Santamaría estudian y destripan estos temas y todos los demás relativos a la crisis institucional que padecemos. El espantajo de las elecciones el día de Navidad resulta políticamente útil para intensificar la presión al PSOE y para subrayar lo esperpéntico de este proceso, pero puede evitarse con relativa facilidad.

Para ello sólo hacen falta dos cosas: un poco de sensatez por todas las partes y ganas de no tocar más las narices al personal buscando que el personal le parta la nariz a algún rival político. En un país normal con dirigentes normales, ambas cosas vendrían dadas por la simple lógica. Pero España ha descarrilado hace tiempo de la senda de la normalidad política, y sus políticos han demostrado ser cualquier cosa menos gente normal. Estos tipos son capaces de todo, así que no den nada por hecho ni descarten nada, por disparatado que les parezca. En la Casa Real ya deben estar pensando qué coño hacer este año con el mensaje del Rey en Nochebuena.