Al final Rajoy cumplió con la obligación constitucional de presentarse al debate de investidura, armado con una mayoría contundente, aunque no absoluta, y con la tranquilidad de saber que, haga lo que haga, el suyo (incluyéndole a él) será por tiempo el partido más votado. Esa tranquilidad, anclada en la nulidad política de sus alternativas, hace poco factible una regeneración que quizás no se producirá sencillamente porque no la merecemos.

El paisaje es inapelable: el partido naranja se desdibuja como corresponde a todo color no primario, mientras el PP y el PSOE siguen recorriendo el camino que les separa de la reconstrucción del bipartidismo. Al fin y al cabo Ciudadanos y Podemos están demostrando que en política ser partido nuevo no es garantía de nada, con el añadido de que los de Rivera, al haber protagonizado pactos con rojos y azules –ambos la crema del “sistema” que tanto habían criticado–, asumen su papel de comparsa y dan motivos al electorado para prescindir de ellos en sucesivas elecciones… ya se sabe, el original, la copia… Por su parte el partido morado, curiosamente el color que suma el de los dos que critica, acierta en su caricatura del partido indefinido (su único rasgo cierto es su antinacionalismo catalán), pero se pierde en el debate interno: ser izquierda montonera o izquierda comunista, ser izquierda nacional o anacional; Podemos olvida así que su única posibilidad de ser partido de gobierno es sustituir al PSOE, o integrarse en él, pero para protagonizar un cambio relevante sobre el modelo territorial que aspire a superar el concepto de Estado de las autonomías.

Y digo “concepto”, porque la realidad jurídico-política actual es una paradoja, y pondré un ejemplo: el sistema ha permitido que Catalunya se dote de un modelo lingüístico propio en la medida en que la enseñanza es competencia de la Generalitat, pero permite al Estado central dictar leyes de bases que constriñan esa competencia hasta el punto de desdibujarla. Como en uno y otro bando (que ya los hay) todo depende de la voluntad política y de la altura de miras, estamos en un sinvivir de ataques mutuos, recelos mutuos y anhelos que se construyen en sentidos diametralmente opuestos y que a estas alturas del relato hacen del Estado de las autonomías, lo dicho, un mero concepto. Sin embargo, la voluntad indisimulada del aparato central del Estado por cerrar a cualquier precio (incluido el abuso de derecho) el camino a la construcción de estructuras de Estado catalanas no hace cierto lo que dice Marta Pascal de que eliminar las competencias lingüísticas con leyes es propio de regímenes dictatoriales… porque la dictadura no se define por los instrumentos normativos que utiliza, sino por la inexistencia total de separación de poderes. Y para hablar con seriedad tampoco se puede decir que en España no hay separación de poderes, como afirman a poco que pueden Rufián y Tardà, porque ello significaría que en España no hay elecciones. Y las hay, y también las hay en Catalunya, y la población decide de modo distinto según el tipo de comicios y según los territorios, sin que crezca en gran medida la abstención, demostrando con ello que la participación en política es tan grande como la decepción ciudadana con sus gobernantes. Una decepción que sin duda será aprovechada por Ada Colau, reina de la demagogia populista, para alzar una alternativa, soberanista por supuesto, al independentismo estricto.

Así que el Estado de las autonomías es ya un mero concepto, de la tensión que lo ha substituido en Catalunya sólo se benefician los partidos de izquierdas, y por eso el candidato a la investidura en España se llama Rajoy. Mientras tanto ya importa poco quién empezó a traicionar en las relaciones entre los gobiernos catalán y central, lo importante es que no se escucha una sola solución al problema. No lo es un RUI, por supuesto, pero menos armar un frente contra Catalunya y por la unidad de España. Ahora bien, ¿por qué escandalizarse de que Rajoy diga que el independentismo es un problema? Lo es. O ¿qué significaría, si no, para España, que una parte no menor de su población, de su territorio, y de su poder económico, pudiese acceder a la independencia? ¿Y qué significaría eso para la Europa que sigue creyendo en los estados-nación como sus sujetos de interlocución? Como el desencuentro es total, armar el discurso contra Catalunya vuelve a ser el recurso fácil… de cara a una investidura que en esta primera vuelta ya se sabía fallida, pero sobre todo de cara a las elecciones decisivas, las gallegas, las que nos permitirán saber si han acertado quienes creen que sólo hay que esperar a octubre, o por el contrario, lo hemos hecho quienes tememos que todo se tenga que solventar a ritmo de villancico navideño.