La sociedad catalana volvió a dar el domingo una lección de inteligencia y de coraje a los dirigentes políticos e intelectuales del país y del Estado. He tratado de explicar muchas veces, en medios de comunicación de Madrid y Barcelona, que en Catalunya la realidad pasa muy por debajo de las apariencias, porque las relaciones con España están viciadas por los traumas de la historia.

La corte de Madrid está tan acostumbrada a tratar a Catalunya como un país de cobardes y bocazas que incluso el sabiondo de Pablo Iglesias estaba convencido que el 1 de octubre no se votaría y así se lo dijo a los dirigentes de ERC. Si Rajoy hubiera previsto que habría tanta resistencia en las calles quizás habría urdido otra estrategia —no lo sé. Pero ahora la derrota del Estado en Catalunya es casi completa.

Durante tiempo, cuando el presidente Mas chapuceaba el derecho a la autodeterminación, me dediqué a avisar los intelectuales y a los políticos jóvenes del PP que Catalunya haría un referéndum vinculante pasara lo que pasara. La relación diabólica que hay entre las amenazas de Madrid y la demagogia que los partidos independentistas hacen con esta excusa, ha complicado la situación. Pero si algunos jóvenes unionistas no hubieran preferido ser famosos antes que intentar hacer alguna cosa de verdad, quizás no habríamos llegado aquí.

Lo que pasó el domingo es que salió la inteligencia colectiva que se activa en los momentos de alarma, en cualquier país que esté vivo y se sienta en peligro. Sólo había que pasearse por los colegios de Barcelona y del área metropolitana para ver como la gente se organizaba por su cuenta para burlar la vigilancia del Estado, sin tomarse a rajatabla las órdenes derrotistas de sus líderes.

Como ha pasado en grandes batallas de la historia, los intereses particulares de los soldados, y sus convicciones, hicieron más que las grandes estrategias. Ni que fuera de manera intuitiva, todo el mundo sabía qué se jugaba y todo el mundo que se implicó respondió con coraje. Por eso, en contra lo que se pensaban los culo gordos de Madrid, delante de la policía se pusieron incluso las abuelas, las madres y las criaturas, y se hicieron colas de más de cinco horas.

Los catalanes son gente con una vida interior muy llena porque están acostumbrados a resistir en situaciones adversas. En Madrid sólo quieren escuchar a tertulianos y políticos engordados por el autonomismo o caraduras con nariz de Pinocho como Inés Arrimadas, que no saben nada de Catalunya que no hayan aprendido a cambio de dinero o posición social. Es humano, porque debe ser desagradable sentirse parte de un país que oprime, pero es una equivocación.

Con esta actitud, la españolidad ha destruido, en poco tiempo, los esfuerzos que había hecho para limpiar el currículum desastroso que tiene a Catalunya. El problema de la actuación policial del domingo no es que fuera desproporcionada, es que ha hecho aflorar la memoria de una violencia que hasta ahora a duras penas la encontrabas expresada en los debates políticos y los discursos intelectuales.

No creo que el independentismo despreciara la fuerza del Estado, y que nadie pueda estar sorprendido de lo que pasó. Más bien, el clima de indignación es fruto del hecho de que mucha gente se enfadó con ella misma al confirmar, por la vía de los hechos crudos, que había comulgado con ruedas de molino durante muchos años. Ahora al Estado sólo le quedan las porras y los fusiles, con el pequeño detalle que la violencia ya no sale tan rentable en Europa, como en otras épocas.

Es verdad que España puede actuar de forma todavía más dura, pero también es verdad que cada vez habrá menos catalanes dispuestos a poner la otra mejilla o a aceptar las amenazas dócilmente. También es verdad que la Unión Europea puede seguir volviendo la espalda a Catalunya, pero los catalanes pueden responder resistiendo, y destruyendo la identidad democrática de España y de las vacas sagradas de Europa, como ya explicaba ayer mismo el New York Times.

Todo el problema viene de no reconocer que Catalunya es una nación y, por lo tanto, de no esperar que se comporte como tal, cuando se la pone entre la espada y la pared. Si los ministros del PP pueden mentir sobre lo que vivieron tres millones de catalanes este domingo, ahora todo el mundo se puede imaginar cuántas mentiras ha podido decir España sobre Catalunya, antes de la existencia de internet.

Si después de 40 años de democracia el Estado ha respondido así por un referéndum, ahora todo el mundo se puede imaginar cómo habría actuado si la autodeterminación se hubiera planteado en los años setenta cuando se negociaba el texto constitucional. España ha perdido y los observadores internacionales están sorprendidos del coraje que vieron en la calle porque todavía no conocen el país y su resistencia en tiempos mucho más oscuros.

El auténtico proceso empezó el domingo y ahora es cosa de Madrid decidir si quiere negociar la independencia en paz o prefiere seguir destruyendo su democracia. En Catalunya todavía veremos algún intento de juego retórico de los jorobaditos de siempre. Pero el margen se ha acabado y sólo hay que ver cómo interpretan la realidad los diarios catalanes y los españoles para ver que la independencia es la única manera de estabilizar las relaciones entre los dos países.