¿En Madrid exactamente qué celebran? El próximo jueves, 15 de junio, ha cuarenta años, una cuarentena de años, de las primeras elecciones democráticas después de casi otra cuarentena, la del franquismo. En ocasión de esta efeméride se están produciendo todo tipo de recordatorios en los medios de comunicación que ignoran premeditadamente —inclusive con arrogancia— que faltan motivos objetivos para la celebración. Los descendientes del franquismo, transcurrido todo este largo tiempo, siguen gobernando la nave del Estado, como Alberto Ruiz Gallardón, yerno de ministro franquista, y como todo el PP, en general más que generalísimo. El principal diario del régimen actual, El País, continúa en manos de Juan Luis Cebrián, hijo de Vicente Cebrián, director del Arriba y, más tarde, secretario general de la Prensa del Movimiento. En cambio, y como hiriente contraste, las Españas excluidas del régimen de Francisco Franco continúan fuera del consenso político español como lo estaban entonces, hace cuarenta años. El general que ganó la Guerra Civil continúa enterrado en su grandioso mausoleo católico como monumento, como recordatorio que nos escruta. Y ni la España que Podemos representa ni la que se corresponde con el independentismo catalán, vasco ni gallego pueden sentirse pertenecientes a un Estado que durante cuatro décadas ha hecho todo lo posible para destruirnos por la fuerza de los hechos consumados y de los hechos pseudodemocráticos. El famoso acuerdo que, en teoría, representaba la Constitución Española de 1978 fue un pacto de mínimos, tutelado por el ejército que había ganado la Guerra Civil y que, pasados estos cuarenta años, sigue siendo satisfactorio, muy válido, para los representantes de la derecha española y del PSOE (cada vez más similares entre sí) pero para nadie más. Si tenemos en cuenta que durante estos cuarenta años esta derecha española y este PSOE han sido los únicos que han gobernado el Estado, que se han constituido como unos nuevos partidos dinásticos estableciendo un sistema de turnos decimonónico, a la manera de Cánovas del Castillo y de Sagasta, intercambiables y indistintos, el fracaso del constitucionalismo español no puede ser jamás responsabilidad de los que han sido marginados de la España oficial. En todo caso, es una ruina de la convivencia española imputable sólo a sus auténticos rectores y gestores. No es verosímil ni tampoco leal con las minorías que aquellos que, legítimamente, no se sienten integrados en un Estado que no quiere administrar la riqueza de manera más equitativa ni tiene tampoco la intención de tratar de manera igualitaria a los países españoles —que no pertenecen a la matriz castellana más que mayoritaria— para que, encima, puedan ser tachados de responsables o culpabilizados por ser lo que son: otra España. O una ex España.

¿Qué pasa, cuarenta años después, con los que queremos que la riqueza de España sea mejor redistribuida entre todos los españoles, qué pasa con las minorías que nos queremos marchar de España? 

A diferencia del panorama político de 1977, el independentismo catalán es una auténtica novedad, una auténtica revolución que, de manera muy mayoritaria, es una salida plausible, realista, del laberinto español, a veces democrático en las formas y siempre totalitario en los contenidos. Por supuesto que, antes, para cambiar de gobierno, se mataban entre ellos y ahora se hace a través de unas elecciones incruentas. En esto se ha realizado un progreso evidente. Pero ¿es esto sólo una democracia? ¿Qué pasa, cuarenta años después, con los que queremos que la riqueza de España sea mejor redistribuida entre todos los españoles, qué pasa con las minorías que nos queremos marchar de España? La democracia española ha sido un éxito según una parte mayoritaria de los españoles, los que se sienten representados por el PP y por el PSOE. Pero ¿y los elogios de los demás, de los que no son los interesados, donde están, en este aniversario de las primeras elecciones? Unas elecciones en las que pudieron participar todos los partidos del Estado excepto ERC, recordemos eso también. ¿España muere de éxito o de ceguera? La arrogancia es probablemente el mal nacional español, nos lo recuerda nuestro himno nacional cuando hace referencia a “aquesta gent, tan ufana i tan superba”. No nos conocimos ayer.