Esta misma semana comprobaremos que la zapatiesta organizada alrededor de la elección de la Mesa del Congreso fue absurda y desproporcionada. Los veteranos del Parlamento saben de sobra que la negociación para configurar la Mesa responde a una lógica muy distinta a aquella con la con la que se construye una mayoría de gobierno. Nunca antes se había tomado la votación de la Mesa como un anticipo de la de investidura. De hecho, Patxi López fue elegido de resultas de un acuerdo entre el PP, el PSOE y Ciudadanos, y nadie aventuró entonces que ello prefigurara un acuerdo de gobierno.

El alboroto responde en parte a la histeria reinante tras dos elecciones generales infructuosas y casi 9 meses de gobierno en el vacío. Es triste constatar que en los más de 200 días transcurridos desde el 20-D lo único parecido a una negociación de gobierno propiamente dicha fue la que dio lugar al acuerdo entre el PSOE y Ciudadanos, y esa se hizo sabiendo de antemano que no contaba con los votos necesarios para prosperar. Todo lo demás ha sido una exasperante tomadura de pelo.

Tras la polvareda y en vísperas de que el Rey empiece las consultas, las cosas están en el punto en que las dejaron los votantes del 26 de junio. Estamos ante una alternativa simple que sólo admite dos salidas: o permitir un gobierno más o menos minoritario encabezado por el PP o votar por tercera vez y que cada uno apechugue con lo que haya hecho para llegar a ese disparate. Y la posibilidad de que haya gobierno depende únicamente de la capacidad de convicción de Rajoy –cuyo mayor esfuerzo hasta ahora ha consistido en remitir un resumen de su programa electoral- y de la decisión que finalmente tomen Rivera y Sánchez.

Cualquier otra de las elucubraciones que se manejan o son maniobras de distracción o pertenecen al género fantástico. Está muy bien que los nacionalistas catalanes regresen a la política española, sobre todo cuando ya se ve más claro que lo de irse de España va para largo. Pero en este momento es metafísicamente imposible que se vinculen a un programa de gobierno que no incluya al menos el compromiso de contemplar un referéndum. Como también es metafísicamente imposible que el PP y Ciudadanos asuman ese compromiso, por ahí no hay nada que esperar.

En cuanto a lo que Rubalcaba bautizó como “el gobierno Frankenstein” (el resultante de amontonar al PSOE, a Podemos y sus tres confluencias, a Izquierda Unida y a todos los nacionalistas catalanes y vascos), si en la anterior legislatura ya se demostró inviable, ahora pensar en ello es puro delirio. Los centuriones de Sánchez dentro del PSOE aún sueltan la liebre falsa de vez en cuando –y lo harán de nuevo al final de esta semana, cuando se compruebe que todo sigue bloqueado-, pero nadie lo toma realmente en serio, por la sencilla razón de que no es serio. 

Todo apunta a que entre el martes y el jueves los dirigentes que acudan a La Zarzuela se atendrán a sus posiciones actuales. El Rey constatará que tiene a un posible candidato que esta vez sí parece dispuesto a intentarlo, pero que carece de los votos que necesita para ser investido. Mientras alguien no se mueva, España seguirá bloqueada.

La situación es ya objetivamente insostenible, parece mentira que lo vea todo el mundo menos el pequeño puñado de personas que tiene la  obligación de desatascarla

La situación es ya objetivamente insostenible, parece mentira que lo vea todo el mundo menos el pequeño puñado de personas que tiene la  obligación de desatascarla. Hay dos colectivos peligrosamente a punto de perder la paciencia. El primero lo forman los miembros del Consejo Europeo y de la Comisión, junto con los empresarios y los inversores dentro y fuera de España. El segundo, todos los ciudadanos que no están en la dirección de ningún partido. En ambos casos están cargados de razón y en cualquier momento puede desencadenarse una reacción mucho más dolorosa de lo que quizá esperan los políticos que  llevan un año jugando con fuego. Lo malo es que en ese incendio no se quemarían sólo ellos, sino todos nosotros.

Esta amarga experiencia de bloqueo institucional –que ya tuvo un aperitivo en Catalunya- nos muestra la necesidad de revisar a fondo los procedimientos constitucionales de formación de gobierno tras unas elecciones. Sobre todo, la cuestión de los plazos.

Con la ley en la mano, en el mejor de los casos no podrían celebrarse las elecciones hasta muy avanzado el otoño y no dispondríamos de un gobierno hasta entrado el nuevo año. ¿Por qué tiene que pasar un mes desde las elecciones hasta que se constituye el Parlamento, por qué otro mes para votar una investidura, por qué hay que esperar dos meses a partir de la primera votación frustrada para convocar elecciones y otros dos meses más para que estas se celebren? Con este mecanismo, cualquier situación de bloqueo político (lo que los británicos llaman “parlamento colgado”) condena irremisiblemente al país a seis meses de estéril espera y de vacío de poder.

Si en estos días se constata que no hay mayoría para una investidura ni esperanza fundada de que la haya, los responsables del bloqueo deberían al menos imaginar y concertar un mecanismo que, sin violentar excesivamente la Constitución, permita convocar las elecciones cuanto antes. Eso exige un gran consenso político (incluyendo al propio Jefe del Estado) y una lealtad hacia el país que hasta ahora no han demostrado, pero es lo mínimo que se les debe exigir. Si siguen mareando la perdiz para nada, serán doblemente culpables y cualquier represalia ciudadana en las urnas estará justificada.

Por cierto, volviendo a lo de la Mesa: también hay que suprimir esa broma pesada del voto secreto en el Parlamento. Una cosa es que en la democracia representativa no exista el mandato imperativo y cada diputado sea dueño de su voto; y otra muy distinta es que los ciudadanos no sepamos qué vota cada uno de nuestros representantes. “Parlamento” y “voto secreto” son dos términos intrínsecamente antagónicos.

Los dirigentes del PDC y del PNV están en su derecho de administrar como estimen políticamente conveniente el voto de sus diputados para la Mesa o para cualquier otro asunto; pero no tienen derecho al voto oculto. Eso no es representar, es estafar.