Anteayer fue Santa Lucía, patrona de los escritores y los oftalmólogos. De pequeño, Santa Lucia me recordaba que faltaba poco para dejar los deberes y la vida austera; me prometía un paréntesis maravilloso, un Duty Free liberado de culpas y de obligaciones ideal para hacer volar la fantasía sin necesidad de beber ni de fumar para paliar las ausencias o las carencias dolorosas.

A medida que te haces mayor vas viendo que, por estas fechas, la gente sonríe más que de costumbre, pero también que va por el mundo con el estómago un poco revuelto. No son la comida ni el alcohol, tan sólo, lo que provoca las digestiones pesadas. Por Navidad, la letra pequeña de los contratos se hace grande, las mochilas pesan más. El misterio de la vida es servido como un plato combinado de milagros y de penas. La televisión se pone cutre y existencialista.

De pequeño, la Navidad era como una atracción de Disneyworld, mientras que de mayor vas descubriendo que si cada día fuera Navidad la mayoría de la gente acabaría en el psiquiatra aunque se pudiera comprar toda la planta de juguetes y comida del Corte Inglés. Cuando paseo por el mercado de Santa Lucía, en medio del gentío que engulle los chiringuitos, siempre pienso en los jóvenes dependientes que se pasan todo el día vendiendo musgo: ¡pobres!

La Navidad me hace pensar en el escribir, que también te da grandes alegrías pero te pide mucha abnegación. A mí, a por ejemplo, las mulas, las cuevas, las capas y los colores terrosos de los belenes me producen un cierto picor. Cuanto más realistas quieren ser las figuras del belén, más caras y más sórdidas las encuentro y más me deprimen. Hay pesebres de mucha calidad que me hacen pensar en algunos de aquellos artistas del barroco que parecía que pintaran con el encargo de dar miedo.

El belén que teníamos en casa de mis padres por suerte era poco realista. Era un belén de figuras menudas que ya no se encuentran porque el artesano que las fabricaba se murió. Mi niño jesús dormía dentro de un establo casi de lujo, con un tejado blanco e inclinado, que parecía un chalet suizo diseñado por Peter Zumthor. Los reyes de Oriente llevaban barretina. Los arroyos eran de papel de plata y las cabrillas, las mulas y los camellos cabían bien adentro en los agujeros de mi nariz infantil.

Si digo que la Navidad se parece a escribir es porque también te recuerda el desgaste de vivirlo todo a flor de piel, mirando de hacer encajar con un poco de grandeza el pasado con el futuro, y las grandes virtudes con las más pequeñas. Como en las comidas navideñas, hay días o momentos que el escritor se siente capaz de hundir a la armada invencible: en cambio, de otras veces tiene que subir un escudo de entusiasmo o de pinchos de erizo porque el comentario más ingenuo lo podría fundir allí mismo, como si fuera una bombilla.

No sé quién dijo que un escritor es como una estrella muy lejana que brilla de manera intermitente tratando de hacerse entender. Me parece que, en un belén de estos que ahora se representan en las plazas mayores, el escritor no haría de Sant Josep, ni de pastor, ni muy menos el Caganer, cabra o mula. Tampoco quedaría bien haciendo el papel de Virgen Maria. Su lugar idóneo, si acaso, sería representar la estrella de Belén -que se parece tanto a la estelada.

No entiendo, pues, a esta gente que piensa que me he hecho de un partido político, por el solo hecho de salir a defender la libertad de mi país al lado de Toni Castellà.

- ¿Enric, que te presentarás de diputado?

- Sí. Y me intentaré ligar la dulce Núria de Gispert, a ver si la veo con picardías.

Con el tiempo, he visto que los escritores que no hemos sufrido el drama de tener de una familia desestructurada, podremos recurrir siempre a los traumas del país para aprender cómo funciona la miseria y sacar algunos temas. Tú llegas explicando que has llenado una solicitud para ir a estudiar a Oxford, y la madre te responde preguntando si la vecina ha despotricado contra ella, cuándo te la has encontrado en el ascensor.

Hay un mundo que está muriendo y justamente una de las cosas que se recuerdan por Navidad es que, a la hora de morir, todo tiene poca épica y nada es muy digno, pero que, al final, todo queda bien comprendido y perdonado. Porque el amor es infinito y la vida siempre tiene razón, aunque te gastes mucho dinero intentando llevarle la contraria.