Hace unos años trataba mucho a una chica que tenía la costumbre de mirar fotografías suyas de cuando era pequeña los días que estaba triste. A veces me las enviaba por correo electrónico –entonces los teléfonos eran más sencillos– y yo pensaba: "No lo entiendo. Normalmente la gente ahoga las penas en un plato de marisco, o en una copa de alcohol, o come helado de chocolate, o se droga o compra tabaco. Qué consuelo encuentra en las fotos"?

En casa no teníamos fotografías de la familia a la vista. Los retratos enmarcados con plata que hay en la mayoría de hogares nos parecían una muestra de impudicia y de mal gusto. Tenía a un amigo que siempre se despedía de su madre con un te quiero automático. Un día intenté imitarlo pensando que debía tener sentimientos y en casa casi se me echaron a reír.

Hay palabras que vale más reservar para las grandes ocasiones, me vinieron a decir a los padres. Y eso mismo hacíamos con las fotografías. De vez en cuando, un domingo tedioso, o al final de una celebración familiar, el padre sacaba del armario la pantalla y el proyector y mirábamos diapositivas. No era tan divertido como ir al cine pero se acercaba: podíamos reír y hacer bromas en voz alta.

El padre no salía nunca de vacaciones sin coger una cámara. A veces, estabas absorto haciendo alguna cosa en la habitación y, de repente, lo descubrías encuadrándote a escondidas, con una sonrisa trapacera y un poco embelesada. El abuelo me dio una máquina de retratar antigua, muy épica y bonita, para que pudiera seguir su ejemplo. Entonces incluso el más burro tenía que saber controlar la luz, la velocidad y el diafragma, para poder inmortalizar una escena importante.

Desde que mi padre murió, por tres veces me he encontrado entretenido en el caos de fotografías de papel que dejó en los álbumes y los cajones de la casa familiar. Mi madre ha recuperado un retrato que un amigo les hizo a los dos un día que estaban bajo una vuelta gótica, en Poblet. Mi padre le toca la barbilla dulcemente y, aunque la imagen está tomada desde lejos y es en blanco y negro, no resulta nada difícil entender algunas cosas.

En casa no hacían falta fotografías para dar calidez al hogar, porque el amor de cada día ya lo llenaba todo. Mi padre ha dejado un agujero por donde pasa frío y seguro que eso tiene relación con el hecho de que ahora me deje absorber por fotografías viejas e incluso me pregunte si cada familia no debe añorar algún álbum que ha perdido. Los romanos hacían máscaras mortuorias de los antepasados y se las ponían en fechas señaladas; Marco Aurelio empieza las famosas Meditaciones recordando las deudas que su carácter tiene con el árbol familiar.

Dicho esto, aquello que más me ha interesado de las viejas fotografías ha sido verme a mí a través del tiempo. No tenía ni idea que era tan guapo, la verdad. Me hace gracia porque yo me sentía feo, y profundamente incómodo y absurdo dentro de mi propio cuerpo. Ahora miro las fotografías de cuando tenía 3, 8 o 20 años y me veo deslumbrado por mi propia luz. Me recuerdo avergonzado de verme incapaz de evitar decepcionar o de hacer daño sin querer a la gente que, atraída por mi candor, se me acercaba esperando demasiado de mí.

Las batallas que he librado me han desgastado y ya hace años que no soy rubio, ni queda rastro de la magnífica cabellera leonina que tuve. A través de las fotografías es fácil constatar que la luz de los ojos es el rasgo que resiste mejor el paso del tiempo, quizás porque la mirada es la expresión más auténtica y directa del misterio que esconde el propio cuerpo. Mi mirada no es tan limpia como antes, pero me alivia ver que todavía me puedo reconocer fácilmente.

En una libreta escribí, hablando de mi amiga: "Tuvo una niñez terrible y aun así cuándo está chunga se busca en las fotografías viejas entre las amigas de la escuela, que eran unas repipis, y entre el grupo del pueblo, que era un grupo de bestias salvajes que ponían petardos en las colas de los gatos. ¿Por qué? Pues porque aquello que importa no es nunca tanto aquello que pasa fuera, como aquello que pasa dentro. En el mundo, pasan tantas cosas absurdas que a veces necesitas comprobar que la comedia y la locura no te han conquistado y que hay alguna verdad que sólo te tiene a ti para seguir existiendo."

Quizás porque ahora vivo más solo, y también con más intención y voluntad, busco en las fotografías una señal de que todo aquello que soy lo voy invirtiendo en las causas correctas. La verdad es que estoy contento y agradezco que, con cada fotografía -y, de hecho, con cada gesto-, mi padre me hiciera sentir más importante que el niño Jesús o que la Sagrada Familia. Aquel exceso de luz se ha ido extinguiendo y me parece bastante bien gastado, aunque me hiciera daño y que no entendiera de ninguna manera por qué cojones yo sufría tanto. Ahora veo que, sencillamente, era porque lo tenía todo, y lo encuentro tan obvio y normal que me hace sonreír.