Muy a menudo los políticos y los analistas de los diarios olvidan que es más fácil asustar o convencer a una persona sola que manipular o atemorizar a todo un país. La primera víctima de la tregua que Puigdemont propuso el martes será el mismo diálogo, que, en teoría, el presidente trataba de salvar.

Queriendo o no, Puigdemont ha situado las voces que piden buscar una salida mediada al conflicto en la intemperie de los hechos consumados. Igual que le pasó al federalismo cuando el TC recortó el Estatuto, a partir de ahora la idea de diálogo con España ya solo servirá para desacreditar políticos y para ampliar el abismo que hace años que se va abriendo entre Madrid y Barcelona.

A medida que pasen los días se verá que la única cosa que ahora mismo pueden decidir los catalanes es si están dispuestos a vivir o no adaptándose a las amenazas del Estado. Como la democracia solo puede funcionar sobre una base de esperanza y de confianza en las virtudes de los hombres, los discursos victimistas generarán cada vez más contradicciones en los partidos soberanistas y menos réditos electorales.

El miércoles por la noche, el mismo Puigdemont tiró a los cocodrilos los elementos de su entorno que insistieron en pedirle que frenara con un tuit que decía: "Pides diálogo y te responden con el artículo 155. Entendido." El presidente de un país que no sea una república bananera difícilmente puede hacer un tuit como éste, y después hacer como si nada, sin estropear las instituciones y su propio partido.

Excepto en el caso que sea uno frívolo, cuesta entender que Puigdemont hiciera un tuit como éste solo un día después de pedir una tregua en un momento tan grave, si no es para presionar y para poner en evidencia determinadas opiniones. Todavía cuesta más entender que Ernest Maragall saliera ayer a pedir también por Twitter activar la declaración de independencia y que Oriol Junqueras corriera a contestarle: "Totalmente de acuerdo."

La impresión que da es que Puigdemont frenó para poner en evidencia los elementos que hacen una utilización hipócrita de la mediación y del diálogo. Su gesto no parecía ni siquiera querer demostrar que el Estado no quiere negociar nada. Sobre todo parecía dirigido a los políticos de su propio partido, y también de los Comunes, que controlan el Ayuntamiento de Barcelona, que esperan que Catalunya se rinda sin luchar por poder seguir gestionando las miserias del autoodio y la desmoralización.

Como ya hizo cuando dijo aquello de referéndum o referéndum contra la voluntad de buena parte de Junts pel Sí, da la impresión que Puigdemont ha entregado la decisión de luchar o rendirse a los catalanes que participaron en el 1 de octubre. El presidente sabe que tarde o temprano se verá obligado a declarar la independencia o a convocar elecciones. De hecho, es probable que en este momento ya haya diputados de Junts pel Sí que amenacen de romper el grupo.

Puigdemont sabe que si convoca elecciones, tendrá que reconocer que en su partido no está la fuerza moral que se necesita para hacer la independencia y el PDeCAT, que es el último resorte político que le queda al Estado para controlar el país, quedará tocado de muerte. Algunos españoles se hacen la ilusión de que entonces ERC podrá tomar el relevo con un trasvase de votos, pero eso es hacer volar palomas.

El Govern convocó un referéndum y, aunque Madrid dijo que no se celebraría y envió miles de policías para intentar impedirlo, se celebró. En una democracia, tres millones de golpistas concentrados en un solo territorio técnicamente son un estado. A quien se piense que los ciudadanos del 1 de octubre volverán a votar en clave autonomista es que tiene una idea muy equivocada de la condición humana.

Si Puigdemont no aplica ahora los resultados del 1 de octubre los aplicará el gobierno que salga de las próximas elecciones. España puede hacer poca cosa, excepto empeorar su situación.