Entre la disolución de la vieja CiU y que el PDeCAT nos ha salido chato, cada día hay más gente que se lamenta de que no haya una derecha catalana como Dios manda. Desde que empezó el proceso, los partidos más orientados hacia la derecha o bien han sido arrastrados hacia el friquismo –cómo es el caso del PPC- o bien se han quitado la corbata y han adoptado estéticas socialdemócratas.

Al contrario de lo que ha pasado en España, en Catalunya la emergencia del independentismo ha envenenado el espacio político de la derecha. Como en los últimos tiempos del franquismo, cuando Unió Democràtica se identificaba con la autogestión de la Yugoslavia comunista, el discurso de izquierda pasa un momento excelente.

Desde la CUP hasta el PSC, pasando por ERC y por Podemos, en Catalunya hay ofertas de izquierda para todos los gustos y matices. El votante conservador, en cambio, se siente huérfano y desorientado. Últimamente me he encontrado con mucha gente de orden, partidaria de crear un buen ejército para el país, que si ahora hubiera elecciones votaría a la CUP.

El fenómeno tiene una explicación muy lógica. Todo sistema se basa en dos factores: el poder y la legitimidad. En general los partidos de izquierda tienden a especializarse en ofertas que enriquecen la legitimidad de las instituciones, mientras que las derechas ponen el énfasis en políticas que remarcan su poder y capacidad de obtener resultados concretos.

Las derechas aportan focalización y jerarquía, mientras que las izquierdas aportan imaginación y sentido de la justicia. La crisis que sufren los partidos de izquierda españoles, por ejemplo, es un reflejo de las dificultades que el Estado tiene para defender la unidad de España sin recurrir a políticas autoritarias.

La crisis de la derecha catalana, en cambio, está relacionada con la estrategia victimista de los partidos independentistas. Si La Vanguardia puede comparar al General Prim con Franco sin que nadie proteste es porque Catalunya ha desarrollado una alergia a los valores de derecha que han servido para someterla, muy fácil de manipular.

Huérfanos de un discurso que enfoque el pleito con España desde una cultura del poder, muchos votantes de orden han acabado por identificarse con la contundencia de la CUP, más que con la retórica buenista de los partidos independentistas situados a su derecha. Hasta ahora los cupaires han demostrado una voluntad de poder más decidida que nadie, y mucha resistencia a las contradicciones.

Haciendo pagar el precio del chiste del 9-N a su autor, o imponiendo el referéndum como condición para investir a Puigdemont, la CUP ha tenido un papel decisivo a la hora de limitar la gesticulación del independentismo. A pesar de los esfuerzos que los diarios españoles hacen para pintarlos como un grupo de peludos que nos llevarían a la Rabassada si pudieran, la CUP tiene más que ver con la CNT de los esperantistas y del Noi del Sucre que con la FAI.

Por descontado la derecha española también juega, y Rajoy y el puente aéreo no desisten de intentar domesticar a los cupaires. Ahora, por ejemplo, tratan de envolverlos en una dinámica de desobediencia que asuste a las abuelas y, a la vez, queme las energías del referéndum con gestos de autoafirmación folclórica, de inspiración masista.

La carta de la desobediencia es delicada porque dos o tres millones de Joan Coma desobedeciendo al mismo tiempo, el mismo día, y en nombre de un mismo discurso político claro y bien comunicado, pueden poner al Estado contra los tratados internacionales que ha firmado y crear una situación irreversible. Pero si la desobediencia se convierte en un goteo de pequeños mártires, no pasará de hacer el efecto de cuatro picaduras de mosquito en la pata de un elefante.