Amazon abrirá finalmente una librería en Manhattan. Después de pasarse un lustro batallando con las grandes editoriales para imponer el libro electrónico parece que el señor Bezos ha pactado una tregua con el papel impreso. El cambio de rumbo llega justo cuando las costuras del sistema occidental parecen más tensas.

El discurso cultural ha tomado una función tan decisiva en la articulación del poder político y económico que el estancamiento del libro digital hace pensar en estas resistencias rancias y vagamente aristocráticas que suelen encontrar los procesos de cambio histórico. Mientras que la industria de la música y el audiovisual se han acabado por adaptar a los nuevos formatos tecnológicos, el negocio de la palabra escrita sigue en las manos de siempre.

No es lo mismo poder piratear libros que poder piratear música. Igual que no es lo mismo colgar vídeos de Youtube en Twitter que tuitear contra las cortinas de humo que lanzan los gobiernos. Se pueden dar muchos argumentos románticos a favor del olor de la tinta y del placer de pasar páginas. Pero el tema de fondo es que si liberalizas el conocimiento con libros digitales tirados de precio, y fáciles de reproducir gratis en internet, los resultados electorales se acaban volviendo imprevisibles.

La lucha por el control de los símbolos y los mensajes es tan descarnada que, mientras Amazon abre una librería en Manhattan para aliarse con los viejos intereses editoriales, el nuevo presidente de los Estados Unidos continúa atrincherado en su cuenta de Twitter para defenderse de los periodistas. Los monopolios se han fragmentado y la lucha por el poder se ha convertido en una ruidosa guerra psicológica, amenizada por rebaños de masas enloquecidas por el miedo y la propaganda, que los príncipes utilizan los unos contra los otros.

Con la justicia y la policía cada vez más cuestionadas, el libro de papel es uno de los últimos reductos de prestigio que le queda al antiguo régimen. Tiene gracia que los diarios de Rajoy insistan tanto en recordar que Trump es un iletrado. Sólo hay que escuchar a los jóvenes políticos españoles más protegidos por la prensa para ver que la tinta impresa pronto se convertirá en una impostura como otra. Como mínimo, Mas no hace ver que lee, para disimular que no tiene pensamiento.