Hay dos tipos de personas: las que se dedican principalmente a crear problemas y las que se dedican a arreglarlos. Hagan un rápido repaso de la gente que conocen o han conocido y fácilmente podrán situarlos dentro de uno de esos dos grupos. 

Y si es así en las familias, en los grupos sociales o en las empresas, lo es en grado superlativo en la política. He tratado políticos profesionales a todos los niveles durante más de 40 años; y antes de ubicarlos ideológicamente o de valorar sus capacidades y sus defectos, siempre me resultó útil preguntarme: ¿Este es de los que crean problemas o de los que los solucionan? A partir de ahí, al menos sabes dónde estás y lo que puedes esperar.

Hubo un tiempo en que en Madrid sentíamos envidia de la política catalana. Fue cuando el debate político español se encanalló, no se lanzaban ideas sino pedradas, el aire se llenó de azufre, los pinceles fueron sustituidos por la brocha gorda, los adjetivos derrotaron a los sustantivos y todo era cainismo navajero. En comparación con aquella atmósfera irrespirable, Catalunya nos parecía un oasis de equilibrio y sentido común. Y era porque en todos los bandos (en la izquierda y en la derecha, en el nacionalismo y en el españolismo) había más dirigentes con vocación de resolver problemas que con ganas de provocarlos.

Desgraciadamente, aquello cambió. En la Catalunya de hoy florecen los trouble-makers mientras los fixers han pasado a ser una especie en extinción; incluso están mal vistos (todo lo racional está hoy mal visto en la desquiciada política catalana), y su desempeño electoral es cada vez más pobre. Lo cual los hace más imprescindibles que nunca.

Retirado de la escena Duran i Lleida, uno de los últimos especímenes activos de tan valiosa especie es Miquel Iceta. Un fixer en estado puro: desde el segundo plano en el que habitó casi siempre o desde su reciente protagonismo, jamás se le ha visto en una actitud que no fuera la de cerrar brechas y enmendar estropicios –incluidos los que contribuyó a crear con los errores estratégicos de bulto que han llevado al PSC a su triste condición actual.

Iceta es un componedor político: algo que muchos asocian peyorativamente a “componenda” y no a “componer”

Iceta es un componedor político: algo que muchos asocian peyorativamente a “componenda” y no a “componer”, que me parece mucho más adecuado al caso. Le cayó entre las manos la secretaría general del PSC casi por descarte. Tratándose de un partido que en lo que llevamos de siglo no ha cesado de dar bandazos, perder crédito social, dividirse por dentro y desangrarse electoralmente, la herencia era cualquier cosa menos un regalo. ¿Qué ha hecho durante estos dos años con semejante embrollo?

El PSC no ha recuperado su fuerza electoral ni es previsible que lo consiga en un futuro próximo, pero ha frenado lo que parecía una caída libre. En las dos votaciones de 2015, municipales y generales, obtuvo resultados muy alejados de esplendores pasados, pero decorosos y mejores que los que se le auguraban.

El PSC es un instrumento electoralmente averiado, pero sigue siendo funcionalmente imprescindible. Incluso sus adversarios admiten que sin el PSC todo sería más difícil –si cabe- entre Catalunya y España, pero también dentro de Catalunya. Cuando se encuentre una fórmula de salida de este conflicto, este enfermo político llamado PSC será un actor central para llevarla a la práctica.

Iceta es, ante todo, un tipo realista y sus diagnósticos suelen ser correctos. Ha comprendido muy bien que, llegados a este punto, ya no hay solución para la cuestión de Catalunya que no pase por las urnas. Que esa pasada por las urnas sólo servirá si está dentro del orden constitucional (probablemente, de una Constitución reformada que la habilite). Y que no habrá solución con ganadores y perdedores. La única salida merecedora de tal nombre es la que acepten la mayoría de los catalanes y la mayoría de los españoles, lo que seguramente exige dejar insatisfechos por igual a los intransigentes del nacionalismo catalán y a los del nacionalismo español.

Como es realista, no ha tardado en asumir que, por voluntad de los ciudadanos, el PSC ya no es el partido de gobierno que fue durante muchos años. Se le ha encomendado una función más modesta pero igualmente necesaria, la de hacer de puente y de bisagra en un mapa político extremadamente fragmentado y plagado de trincheras. Allí donde nadie parece capaz de hablar con nadie, por favor, que alguien sea capaz de hablar con todos. Si ese es el encargo, ha resuelto Iceta, lo más patriótico que podemos hacer es cumplirlo lo mejor posible. Y se ha puesto a la tarea como siempre, con profesionalidad acompañada de un saludable espíritu deportivo.

Por el camino, ayudó a salvar algún momento de máximo peligro en la siempre inestable relación entre el PSOE y el PSC. Hoy la confianza mutua predomina sobre los recelos, Iceta colabora lealmente con Sánchez sin generar hostilidad entre los anti-Sánchez (algo nada sencillo, tal como está el patio) y es uno de los pocos dirigentes respetados por todos los sectores del PSOE.

Y como no renuncia a la recuperación del PSC como partido mayoritario en Catalunya, conoce muy bien que el camino de esa recuperación pasa necesariamente por los ayuntamientos. El PSC es un partido genéticamente municipalista, más que ningún otro en España. Puede estar fuera del Govern de la Generalitat y en minoría en el Parlament, pero no puede permitirse desaparecer de los gobiernos municipales.

Iceta ha logrado, desde una posición débil, que el PSC esté presente en los gobiernos de las cuatro capitales catalanas. Tiene la alcaldía de Lleida gracias a un acuerdo con Ciudadanos y la de Tarragona con la colaboración del PP y de Unió; participa en el gobierno municipal de Girona con un alcalde de Convergència; y acaba de regresar al de Barcelona mediante el acuerdo entre Collboni y Colau. A los que se sienten depositarios de las esencias ideológicas quizá esto les parezca cínico y oportunista; para mí es un movimiento magistral de un político profesional que conoce su obligación.

El primer consejo que se da, y el más importante, es el siguiente: “no negocie sobre posiciones, negocie sobre intereses”

Los profesores de Harvard Roger Fisher y William Ury escribieron en su día un manual de teoría de la negociación cuya lectura es muy recomendable para políticos en ejercicio. El primer consejo que dan, y el más importante, es el siguiente: “no negocie sobre posiciones, negocie sobre intereses”. Tratar de que el otro renuncie a sus posiciones y adopte las tuyas es camino seguro hacia el fracaso negociador. Identificar los intereses reales de cada uno y buscar los puntos de encuentro es lo que permite avanzar por la vía del acuerdo probable.

Esto es lo que, con naturalidad y un higiénico sentido del humor, viene haciendo Miquel Iceta desde que lo conozco. En los tiempos que corren, si este señor midiera 1,90 y tuviera 40 años y aspecto de galán, estaríamos ante un líder -y no sólo para Catalunya.