Si han leído el título, seguro que lo habrán adivinado: el voto al Partido Popular (PP) es el que lava más blanco. El que más sepulcros blanquea en una sola colada. La enhorabuena: España –una mayoría clarísima de 7,9 millones de votantes, 700.000 más que el 20-D, 2,5 millones más que el siguiente de la lista, el PSOE– ha limpiado en las urnas la vergüenza de un partido imputado por corrupto, que ha hecho de la excepción en provecho propio la norma legal imperante, podrido hasta el fondo del alma como una tumba bíblica, y se ha quedado tan tranquila.

El PP incluso ha vuelto a ganar en Valencia, y en Madrid, paradigmas de un sistema institucionalizado de extracción de recursos públicos que ha alimentado durante décadas la maquinaria popular y ha dejado la decencia pública –que también se mide por la calidad del voto– en los mínimos. Ahora se entiende por qué no hacía falta que te fueras, Rita Barberá. Y es cierto que, el 26-J, muchos deben haber pensado, en general, que mejor respirar mierda que arriesgarse a perder la cabeza en la guillotina de Iglesias, el bárbaro de la coleta; o, quizás, a perder Catalunya en un Catalexit bendecido ahora por una Europa que ha perdido Londres pero no quiere perder Barcelona.

Pocas veces una victoria corta, quizás la de Felipe, contra pronóstico, en las lejanas elecciones del 93, con toda la porquería a cielo abierto, debe haber tenido mejor regusto para el ganador. La noche del 26-J, Mariano Rajoy, conocida la magnitud del veredicto popular, olió el puro de su vida. Las cenizas del habano se las sacudió sobre la cabeza de Albert Rivera, el líder del fracasado Podemos de derechas, posiblemente el mayor fiasco de la alta política española, es decir, de la alta política financiero-mediática española, desde los tiempos de Mario Conde.

En Catalunya, los naranjas han quedado los últimos, superados por el tenebroso Jorge Fernández, ese hombre de quien huye el Rey cuando viaja a Girona por miedo de caer de bruces en la cloaca desde la cual el ínclito ministro del Interior en funciones ha dirigido la cruzada contra el proceso independentista con el infame De Alfonso como cabo de servicio, el Marco Polo a cuenta del erario público que tenía a sus órdenes. No obstante el fracaso de C's, la derecha profunda catalana también respiró el 26-J a pleno pulmón (y un cierto independentismo de salón miró hacia otro lado) a pesar del hedor que desprende el caso a golpe de Estado (in)civil contra los anhelos democráticos del pueblo de Catalunya. Incluidos los de los que votarían 'no' en un referéndum de independencia.

Los españoles no han preferido una España "antas roja que rota". Directamente, han preferido corruptos e inmovilistas conocidos de la derecha de siempre antes que patriotas "de izquierdas" por conocer 

¿Cómo es posible que haya sucedido? ¿Cómo es posible que España haya renunciado a regenerarse en el momento que atraviesa la peor crisis de su historia reciente? Es cierto que Catalunya, y Euskadi, donde se han vuelto a imponer las franquicias locales del podemismo, son las únicas excepciones en el nuevo mapa electoral. Pero en esta ocasión, y por mucho que se pueda incluir la persistencia del pleito catalán entre los factores determinantes del reaccionarismo electoral de una mayoría de los ciudadanos y las ciudadanas españolas, lo cierto es que esta vez no han preferido una España "antas roja que rota". Directamente, han preferido corruptos e inmovilistas conocidos de la derecha de siempre antes que nuevos patriotas "de izquierdas" por conocer. Si la hubieran preferido, la España roja, y lo subrayo, Pablo Iglesias, este Pablo Iglesias que, misteriosamente, dejó de hablar del referéndum como la línea roja para una investidura a media campaña, tendría hoy opciones de ser el próximo presidente del Gobierno español.

Hace quince años, en Muxía, una de las villas de la gallega Costa da Morte más afectadas por el desastre del Prestige, se hartaron de votar al PP. Y continúan: 47,8% el domingo pasado. Seguro que recordarán cómo despachó Rajoy en el 2002, entonces ministro portavoz de José María Aznar, los primeros compases de la tragedia: "unos pequeños hilitos cono aspecto de plastilina". "Hilitos de Bárcenas", debe haber corroborado ahora con sorna gallega después de la cosecha electoral del 26-J. Esta vez, los españoles han preferido una España chapapote antes que cualquier otro experimento, y por aquí llora el Podemos de izquierdas y el sanchismo, antepenúltima mutación de aquel zapaterismo que todavía mantiene al PSOE en el limbo. 

Destituido por el Parlament, el exjefe de Antifraude pronto se reincorporará a sus tareas en el juzgado mientras Artur Mas y tres miembros del gobierno que impulsó el 9-N se sentarán en el banquillo de los acusados

Dicen algunos filósofos del derecho que la pena es el juicio (nullum judicium sine poena). Que, en realidad, el derecho no tiende en último término al establecimiento de la justicia, ni de la verdad, sino exclusivamente a la celebración del juicio. Hasta el punto que, una vez hecho el juicio, el único inocente verdadero (cito a Agamben, Lo que queda de Auschwitz) "no es quien es absuelto, sino quien pasa por la vida sin juicio". El líder del PP –y sus votantes– saben perfectamente que en absoluto es inocente ("Luis sé fuerte") pero el caso es que ha sido exonerado por las urnas justamente porque ya ha sido condenado... por los medios. Como también lo sabe su ministro del Interior en funciones, y su cómplice en la guerra sucia contra el soberanismo, el magistrado De Alfonso. Destituido por el Parlament, el exjefe de Antifraude pronto se reincorporará a sus tareas en el juzgado mientras Artur Mas y tres miembros del gobierno que impulsó el 9-N, aquel "sucedáneo" de consulta que tantos callos (de la ignorancia) sigue pisando, se sentarán en el banquillo de los acusados. La pena es el juicio.

Paradójicamente (o no tanto) la pena de portada, también dicha "de Telediario", se ha convertido en España en la gran neutralizadora de la pena de prisión, lo que dice mucho de la capacidad de incidencia real de la prensa en el comportamiento de los electores, y de los responsables de la Justicia: del fondo ético que anima la elección democrática de muchos de los unos y de la ejecutoria profesional de muchos de los otros. El resultado es que hecha la sentencia de papel, incluso encarcelados los Bárcenas y compañía, el corrupto vuelve a ser votable.

La pena de portada se ha convertido en España en el gran neutralizador de la pena de prisión. El resultado es que hecha la sentencia de papel, incluso encarcelados los Bárcenas y compañía, el corrupto vuelve a ser votable

El voto blanquea la podredumbre, y, ay, incluso difiere la posibilidad del juicio y, por lo tanto, de la pena penal. Ha pasado con el PP y ha pasado con el PSOE y pasaría con Podemos y con C's. Está pasando en el caso Nóos, que afecta a la línea de flotación de la Monarquía, y ha pasado con tantos y tantos casos emergidos de la zona gris donde la (mala) política se da de la mano con la delincuencia de cuello blanco.

El substantivo "candidato" viene del latín candidatus y significa 'vestido de blanco'. El término remite a las resplandecientes togas blanqueadas que vestían los aspirantes al consulado en las elecciones de la antigua Roma. Quizás sí, "antes roja que rota", pero no hace falta llegar al "extremo": "antes, corrupta". España camisa blanca. España es bastante así, señora: una tumba limpia como una patena, blanca como el traje de una novia o un novio inmaculado el día de la boda, de la que de tanto se escapa un olorcillo que sólo engaña a los que se quieren engañar.