El otro día fuimos a comer con unos amigos a un restaurante nuevo de Barcelona que se llama Rilke, y que es una versión cuqui, más moderna y provinciana, del clásico Via Véneto. Cuando nos llevaron el vino —que era un tinto delicado pero deportivo, nada pedante aunque era francés— uno de los comensales alzó la copa para brindar.

—A ver si se pasan una temporada en la prisión —dijo, en referencia a los líderes catalanes que se entregaron a la justicia española.

Aunque yo les quiero ver libres como antes mejor, alcé la copa. Me pareció que comprendía el dolor desde el cual estaba hecho el brindis. Cuando alguien prepara su fracaso sólo para poder decir que tiene razón, como han hecho nuestros líderes durante años, es normal que la gente que los ha sufrido y que ha visto de cerca cómo pervertían y quemaban los discursos esté disgustada.

Enseguida vino una camarera a recitar la carta y comprobé que tengo buen ojo para las personas que quiero.

—Yo sólo tomaré el pescadito —dijo nuestro amigo con una voz disminuida, de abuela griposa.

—Hombre!, nosotros tenemos hambre —le reprochamos como un grupo de tragones.

Como nunca muestra signos de debilidad, y todavía menos en una mesa, donde es fácil distinguir a los leones de los corderos por la actitud de los comensales y la fortaleza del estómago, le pregunté:

—No te encuentras bien?

—Pues mira —hizo él, como si quisiera que le hiciera la pregunta. Desde declaración de independencia, que he perdido el hambre.

Pensé que hasta cierto punto era normal. Ver que hay gente que es capaz de acabar yendo a la prisión para demostrar que eres un loco o un resentido tiene que producir vértigo y una cierta angustia.

—Estos días incluso la tita se me ha hecho menor —añadió nuestro amigo, poniendo el dedo pequeño sobre la mesa, con un gesto lacónico.

Tengo que reconocer que la titola a mí también se me ha encogido, cuando me he sentido impotente para evitar que alguien pervirtiera mi amor por frivolidad o por falta de escrúpulos. Sin embargo, he visto de cerca cómo la política trastorna a las personas y siempre intento recordar que el único responsable de mis decepciones es mi percepción equivocada de las cosas.

Cualquier disgusto es curativo en la medida en que es fruto del exceso de expectativas egoístas que ponemos en ideales loables. El amor nos hace audaces y valientes. Pero a veces ponemos un énfasis absurdo en nuestros ideales de mundo mejor sólo para justificarnos.

Cuando no te ves con ánimos de llevar a cabo una idea sin sufrir más de lo que te sientes capaz de asumir, la medida más inteligente es dedicarte a hacer crecer las cosas pequeñas que te ayudan a reconectar con tu fuerza. Aunque es difícil y no se pueda mantener en el tiempo, a veces vale más abstenerse de hacer nada que intentar arreglar una situación dejándose llevar por la mentira o la impaciencia.

En este país la mayoría de la gente vive demasiado ofendida y asustada. Tiene tanto miedo de disgustarse con el mundo todavía más de lo que lo está que, para intentar matar toda esperanza antes no se haga demasiado grande, tan pronto es capaz de arrastrarse como un gusano como de estamparse contra una pared en nombre de un ideal o de un sentimiento abstracto. En Catalunya —y en Europa cada día más— la gente mata la esperanza porque está tan acostumbrada a renunciar que, en el fondo, tampoco ya sabría qué demonio hacer.

El secreto de mantener el miedo a raya es tratar de no perder el contacto con las fuentes de tu poder. Hay que saber dónde tienes que ir a buscar la fuerza, en los momentos que te abandona. A veces para mantener viva la brasa que da calor a los ideales, hace falta aprender a contemplar una flor, descubrir nuevos restaurantes o mimar alguna vagina mágica.

En Catalunya la gente mantiene un perfil bajo y enseguida entra en pánico porque todo el sistema español conspira para convertir las fuerzas que tendrían que afirmar la vida en una fuente de muerte y destrucción. La literatura de Rodoreda lo explica muy bien, no en balde está llena de eunucos y de mujeres torturadas que no saben qué los pasa porque se sienten invisibles y roturas.

A la muerte y la primavera, Rodoreda describió perfectamente el campo de concentración imaginario que sostiene la ocupación y los efectos que el miedo acaba teniendo en la capacidad de los catalanes para gestionar sus esperanzas. Las obras de Rodoreda van bien para entender por qué tenemos una densidad tan grande de genios, y una sociedad irrespirable que estropea tanta gente prometedora antes de que pasen los cuarenta.

Ningún crítico lo dirá con tanta claridad, pero toda la obra de Rodoreda es un puta España universal. Lo que le pasaba es que su país no existía en los mapas y que la opresión que lo asfixiaba no se podía reconocer abiertamente ni siquiera en su propia sociedad, llena de supersticiones, de ignorancia y de rabia mal dirigida.

Es curioso que nadie haya puesto en relación La muerte y la primavera con el papel simbólico que en abril tiene a Incierta Glòria. Ni tampoco con el clima de putrefacción microscópica que se puede encontrar en las obras de James Joyce. En un país que sólo tiene estallidos de libertad efímera como la flor de los almendros, el valor literario de la primavera ha servido de metáfora política.

Mantener viva la esperanza, una esperanza genuina, que te haga templar, en este país es muy difícil. Yo escribo porque la prosa me ayuda a conectar con mi fuerza y a darle una salida limpia, de rayo láser de la guerra de las galaxias. Pero también me gusta hacer gimnasio porque no puedes dominar las audacias del cerebro si no tienes un cuerpo preparado para mantener a raya a los fantasmas de tu propio imaginario.

Si los políticos que ahora están en cautiverio no tuvieran tanto miedo de estar solos ante sus temores seguramente podrían sacar un beneficio generoso y constructivo de su sacrificio. No necesitarían que el país compartiera con ellos la angustia de la prisión. Y estoy seguro que mi amigo, más feliz y relajado, sería el primero de poner la cara y el cerebro para defenderlos.