Aunque parezca un chiste macabro, el periodo autonomista se ha acabado de la mejor manera posible. La independencia se declaró casi por accidente y eso ha tenido consecuencias desastrosas. Con políticos que decían que eran independentistas pero que, hasta ahora, no habían pagado nunca el precio de serlo, era difícil ir más allá.

Teniendo en cuenta que José Montilla es el único presidente votado por los catalanes de los últimos cien años que no ha tenido ni un solo problema con la justicia española, declarar la independencia no es un éxito despreciable. Ahora falta ver si los electores pondrán alguna vez dirigentes que estén preparados, desde el punto de vista psicológico y cultural, para desplegar la República y dar a los catalanes la oportunidad de defenderla.

Los españoles pronto verán que los encarcelamientos no apaciguan el deseo de independencia del país, sino más bien todo lo contrario. Como nos enseñan la Guerra Civil y la Guerra de Sucesión, una esperanza genuina sólo se puede matar provocando un dolor proporcional. A pesar de la fanfarronada de los políticos y de los jueces del Estado, España no está en condiciones de generar desgracias lo bastante fuertes en Catalunya para parar la independencia, ni a través de sus medios ni con la ayuda de aliados.

Cuando me pongo sádico, tengo ganas que Arrimadas gane las elecciones del 21-D para que la situación política rebote, todavía más fuerte, en la cara de los que se opusieron al referéndum. Si Montilla sirvió para acabar con el tabú de la inmigración y con el mito pujolista que la Generalitat era un gobierno de verdad, los encarcelamientos tendrían que acabar de destruir los autoengaños que han impedido a los catalanes defender sus ideas como personas libres.

El Estado español encarcela a nuestros líderes porque, en el fondo, ellos mismos siempre han creído que lo podía hacer y le dan esta potestad. Ahora se verá que, después de tantos años de reir las gracias de Madrid y de aceptar una convivencia falsa en inferioridad de condiciones, una parte del independentismo vive atrapado en discursos tóxicos que, en el fondo, necesitan la brutalidad de España para justificarse y parecer un poco inteligentes.

La única manera que el Estado tiene de parar la independencia es que los catalanes se sientan impotentes para defenderse y que tengan que acabar escogiendo entre hacer ver que todo es normal o tirarse al frente populismo. Cuando te sientes incapaz de devolver los golpes que recibes o de poner remedio a una injusticia, el miedo se hace grande con cada queja y con cada lamento y el odio, que es un mecanismo de supervivencia natural, te acaba destruyendo por dentro o convirtiéndote en un corderito.

La situación que generan los encarcelamientos me recuerdan una vez que uno de mis sobrinos se encontró en una situación de bullying en la escuela. Su padre, que es argentino y no tiene las manías de los catalanitos, le dijo: "La próxima vez que te intenten tomar el bocadillo, les das un sopapo, aunque te hagan daño". Las profesoras de la escuela le castigaron y llamaron a los padres, pero los compañeros que lo molestaban lo dejaron en paz desde ese día.

Mientras los catalanes no voten líderes que estén a la altura de la gente que defendió las urnas en el referéndum de octubre, el unionismo se irá encontrando cada vez más cómodo con la represión y los jueces se dedicarán a cazar independentistas como si fueran conejos. El precio de evitar defenderse seriamente de una injusticia es que, a medida que se consolida y va pasando el tiempo, cada vez estás más débil y cada vez necesitas más fuerza para alzarte y enderezar la situación.

Aunque suene crudo escribirlo en estos momentos, la independencia de Catalunya no la pueden evitar ni los jueces, ni la policía. Sólo la puede parar el victimismo.