Óscar Romero es el santo de los pobres. Antes de que fuera proclamado santo por los anglicanos, ya lo era por el pueblo. No hay que oficializar la verdad, la gente tiene criterio. Lo asesinaron en El Salvador un 24 de marzo mientras celebraba misa. Con su muerte, la figura de Romero se agrandó todavía más. Era un cura auténtico, de los que se lo creen. Y sigue el patrón de muchos grandes personajes, que empiezan con un trayecto conservador, y cuando entran en contacto con la realidad, dan un giro. Políticos, id más en metro. Romero estaba al lado del pueblo, que es donde se tiene que estar según dicen las Escrituras, y no pegadito al poder. El Papa acaba de nombrar cardenal a un sacerdote que era amigo de Romero. No es, naturalmente, una casualidad. Un obispo auxiliar de El Salvador, cardenal. Promoción directa. Es un efecto directo de la sombra de Romero. Escribo estas líneas desde el Boston College, donde en diferentes lugares de la Universidad hay pósteres de este hombre que sigue inspirando. Sus homilías eran de una fuerza a la que muchos curas no llegarán nunca. A no ser que vayan en metro.

La naturalización del "hecho Romero" ahora parece normal, pero antes Romero estaba proscrito. Cuando en Roma se celebraba la víspera Óscar Romero, para conmemorar su legado, el encuentro era sospechoso. A los fariseos de turno, les parecía una movida excesiva de la teología de la liberación, una puesta en escena "demasiado de base". Unos revolucionarios, vaya, en unos años en que en Roma la revolución no había llegado. Ahora, el Papa recupera esta sensibilidad. "Comunista", dicen algunos. Romero sube a los altares y uno de sus hombres de confianza entra en el colegio cardenalicio. No sé si todavía queda gente que comenta que este pontífice no hace nada. Solo con estos dos movimientos ya habría dado la vuelta a todo. Los que disparan contra Romero y contra todos los futuros santos revolucionarios se olvidan de un detalle que en el Evangelio no es menor. El cristianismo, que es una propuesta para todos, tiene sus privilegiados. Y son los excluidos. Óscar Romero, que ahora, el 15 de agosto, habría cumplido 100 años, de hecho ya es considerado santo por la Iglesia anglicana. Este arzobispo de El Salvador fue un titán contra los poderosos. Aseguró a su pueblo que no lo dejaría, que estaría con él. Romero de América se pronunció contra la tiranía de los gobiernos militares. Romero fue uno de aquellos personajes incómodos que, paradójicamente, dentro del catolicismo a veces cuestan de integrar institucionalmente, mientras que otras denominaciones los tienen en el santoral. En la abadía de Westminster en Londres, una de las diez estatuas de mártires de la portalada es la de él. En el 2008 fue escogido uno de los 15 Campeones de la Democracia Mundial por la revista A Different View.

El 28 de junio, mientras en Roma celebrábamos la creación del cardenal Omella, otro grupo, mucho menos numeroso, celebraba que El Salvador tenía por primera vez cardenal. Un obispo auxiliar que se ha saltado la natural proyección "carrerística" –él no, naturalmente–, y ha pasado a cardenal sin ser antes arzobispo. El Papa hace estas piruetas porque escoge a la gente y no sigue el manual del "carrerismo" católico. Las personas que asistieron a Roma al consistorio lucían con orgullo la foto de Óscar Romero con tamaño de póster. La paseaban por la sala a Pablo VI. Los catalanes no llevábamos estampas ni pósteres. Los de El Salvador, sí, porque mostraban que aquel nuevo y primer cardenal que tienen es de la pasta de su san Romero. Los cardenales ya no son aquellos príncipes renacentistas que daban miedo. Son gente que el Papa quiere a su alrededor para sentir el pulso de la realidad, y les pide que se ensucien las vestiduras. Por eso ha escogido a Rosa Chávez, amigo de Óscar Romero y una de las pocas personas que menciona en su diario. Gregorio Rosa Chávez, un nombre que a quienes nos gustan las quinielas cardenalicias no se nos debería olvidar.