No es por carca ni es por aguar la fiesta a nadie pero de verdad, una sola actualización más y me bajo de la vida. Con los últimos cambios en Facebook y Whatsapp me he convertido directamente en una antisistema: ni sé usarlos, ni me interesa, no los necesito, y la obligación de tener que aceptarlos porque sí, me hace replantearme la vida en una cueva. Empiezo a desear, cada vez con más frecuencia, un colapso mundial de las redes sociales y la vuelta una década atrás. Antes del delirio. Aquella lejana época en la que leía sin pararme cada cinco minutos a coger el móvil para sacarle una foto a una página que me gusta para recordarla (de verdad, qué imbécil soy), cuando veía películas y terminaba entendiéndolas porque no había mirado 40 veces el teléfono, cuando iba a un concierto y mi único recuerdo era lo que almacenaba en mi retina. Cuando perdía el tiempo haciendo dibujitos en una libreta y mirando las manchas de humedad de la pared.

El otro día Jordi Évole hizo un programa dedicado a la adicción al teléfono y decenas de personas en mis redes, que publican hasta el número de deposiciones que hacen en un día, se pusieron como locas por esa imagen de adictos que nos devolvía el espejo. Los más osados criticaron la intervención del recientemente fallecido Zygmunt Bauman para hablar de las redes sociales, por su avanzada edad. El programa, interesante, aunque nada novedoso, era una simple definición del estado actual de cosas. Por eso resulta bastante más descorazonador el visionado del primer episodio de Black Mirror. Ese futuro cercano en donde ya no podamos hacer absolutamente nada sin teléfono y en el que cualquier desconocido tendrá derecho no sólo a opinar sobre nosotros, sino a arruinarnos la vida. La vida convertida en un talent show en el que seremos a la vez, concursantes y jurado.

¿A qué estado supremo de la inteligencia humana nos lleva esta constante carrera de actualizaciones? ¿No tenemos bastante con la gente que pone tres frases seguidas en un hastag, los que suben gifs de su cara cada media hora, los que enseñan su maldito circuito deportivo, los de las fotos de cada plato de comida, los que hacen videos en directo y fotos en 360 grados, las fashion bloggers y los vlogers que no sé qué coño son?, ¿las que te invitan a seis eventos cada semana?

 Empiezo a desear, cada vez con más frecuencia, un colapso mundial de las redes sociales y la vuelta una década atrás

Un artículo sobre la última actualización de Whatsapp informaba de que los nuevos estados son una copia de Snapchat. No tengo Snapchat y lo poco que sé de este servicio de mensajería es que lo usan los más jóvenes y sirve para hacerse fotos con orejas y hocico. La idea es lanzar fotos y videos constantes sobre lo que estás haciendo en ese momento y que la gente comente –creo que hasta se puede saber quién te ha visto-. Por si te habías resistido a Facebook, ahora lo tenemos disponible para la agenda de contactos. Eso sí, te dejan seleccionar aquellos contactos que no quieres que te vean pero… ¿y los que tienen tu teléfono guardado y tú ni siquiera lo sabes? Resulta que es algo semejante a Facebook Stories y a Instagram Stories. Esto último lo he leído por ahí. Tampoco tengo Instagram. De lo que se trata, en definitiva, es de conseguir el control acérrimo de todo lo que hacemos a cada instante. Observar lo que hacen los demás a cada instante. Secuestrar la vida. Mi amigo Iñaki me dijo que empezamos a ser demasiado mayores para seguir asumiendo nuevas actualizaciones y que la distancia con los nativos digitales es cada vez mayor.

Anoche, cenando en una tapería, una pareja de padres jóvenes que veían el partido del Vila-real-Madrid le encasquetaron el teléfono al niño (2 años, como mucho) durante toda la cena. Cuando decidieron marcharse la madre le quitó el teléfono a su hijo para ponerle la cazadora y el pequeño empezó a gritar completamente desolado, con la intensidad con la que llorábamos cuando nos encerraban en una habitación con la luz apagada. Entre ininteligibles balbuceos se entendía perfectamente una palabra: “movi” “movi”. Miraba la escena horrorizada, culpable de lo que les hemos hecho. En la mesa de al lado, una chica frenaba a su novio antes de comerse el plato. Tenía que sacarle una foto al pollo con patatas fritas. El día anterior, congregados alrededor de una charanga, decenas de personas levantaban el móvil para grabarlo. En el centro, sólo una pareja de señores mayores bailaban.

Tanto mi pareja como yo teníamos el móvil a cada lado del plato, y un rato después de la ferviente crítica a aquellos padres, cada uno cogió disimuladamente su teléfono, buscando no sé qué estúpida excusa. El dedo corría por la pantalla y los destellos azules y blancos rebotaban en el iris. Extraño placer el de espectador de la vida no vivida. Si las civilizaciones de los exoplanetas nos encuentran antes que nosotros a ellos, estoy segura de que los recibiremos con un selfie al que incorporaremos orejas y hociquito.

Nos estamos perdiendo el baile.