Ser mujer es muy difícil. No basta pelearse cada día contra la brecha salarial, las expectativas de género en la infancia, la cosificación, la dependencia emocional y los malos tratos, la cultura de la violación, el ciberacoso, la conciliación, el pasamiento del arroz, el techo de cristal, la falta de referentes femeninos en los medios, la violencia médica, la regla, la menopausia, los anticonceptivos y Disney, que además tienes que explicarlo todo una y mil veces de manera amable, elegante y discreta. Sin estridencias que molesten al personal. Con un lenguaje femenino (dulce) y de manera que tu interlocutor (hombre) no se sienta atacado. Todo, para que no crean que eres una histérica cabreada.

Pero hay más. Porque la causa feminista, además de cabrearte, te quita tiempo; tiempo, que si fueses una mujer normal (despreocupada, conformista y feliz) invertirías en depilarte. El feminismo puede convertirte en una persona fría y calculadora que solo se depila cuando ha premeditado relaciones sexuales o un hipotético accidente, porque la cultura de las bragas limpias y las piernas depiladas en caso de desgracia, es una modificación genética que algunas madres han conseguido perpetuar de generación en generación. Y tú, mujer, estás en tu derecho de no depilarte, porque no hay nada más feminista que no depilarse, pero debes ser tenaz y aplicada en tu labor. O puede que no seas tan feminista. Puede que, como yo, te encuentres rasurándote a escondidas las ingles antes del posible encuentro sexual. Puede que hagas desaparecer misteriosamente tu feminista bigote con varios litros de cera hirviendo y que puede que te depiles las cejas como la Veneno mientras compartes las fotos de Frida Khalo. Puede que te resistas a la depilación láser por pura tacañería mientras reivindicas la función biológica del vello. Mujer, tú y yo sabemos que el vello del perineo, estratégicamente situado en un lugar de tránsito de máxima confianza, no cumple ninguna función, ni ninguna lógica. Ni siquiera el de Frida Khalo.

La causa feminista, además de cabrearte, te quita tiempo; tiempo, que si fueses una mujer normal (despreocupada, conformista y feliz) invertirías en depilarte

El pelo, también el de la cabeza, ha sido una fuente constante de preocupaciones femeninas que hace que nos sometamos, una y mil veces, a agresivas técnicas de peluquería. Tintes, secadores que abrasan el pelo y parte del cuero cabelludo, lava cabezas que parten las cervicales porque así la peluquería es más barata –ésta relación calidad/precio siempre se cumple-, alisados japoneses, lacas y demás lociones de fumigación para una puesta a punto que te hacen salir a la calle dispuesta a participar en el último videoclip de Britney Spears.

Y entonces llegas a tu casa, depilada y con el pelo brillante, exactamente diez centímetros por encima de donde lo tenías ayer, para que tu novio no sólo no se de cuenta, sino que decida, en una maniobra instintiva y masculina, pasear sus manazas una y otra vez , arriba y abajo, derecha e izquierda, por encima de tu pelo sedoso y recién lavado. Como si fueses un caniche al que acaba de adoptar. Como si tu cabeza fuese la lámpara mágica de Aladín. Como si acabase de encontrar las putas Bolas del Dragón.

Y entonces te das cuenta que muchos hombres pueden llegar a entender la discriminación laboral, la violencia obstétrica o la problemática de la prostitución, pero nunca, nunca van a entender la relación directa que existe entre sus manos y la grasa de tu pelo. En esta lucha, estamos solas.