Si España fuese un Estado que pudiese mirar cara a cara a la Historia, hoy, 11 de septiembre, debería celebrar su fiesta nacional. Lo digo, sin ánimo alguno de ofender –¿qué pueblo o construcción nacional no guarda cadáveres antiguos en su fondo del armario?– porque hoy hace 302 años que, en puridad, se unificó el Reino de España; o, mejor dicho, que el Reino fue uno con el, ahora sí, Estado. La “unidad” del Reino y del Estado, se forjó, insisto, como en muchos otros casos, sobre los cimientos de una victoria militar contra una parte de los súbditos –en este caso rebelados– del Rey de las “Españas”, del borbón Felipe V: o sea, los catalanes que fueron sometidos a idéntica jurisdicción que todo el resto pero “por derecho de conquista”. 

La otra reconquista. Esta, la de la Guerra de Sucesión, y, por contraposición a la medieval de los territorios musulmanes, reconquista contra cristianos. Cristianos “de nación” catalanes, como se decía en la época, aludiendo a la tierra o “patria” primera y a la lengua. Así nació el moderno Estado español. Anulando a sangre y fuego la diversidad también peninsular de la Monarquía de los Austrias, en que tan extranjeros a Castilla, claro, eran los catalanes como los flamencos. Sobre ese odio se delimitó la actual “finca indivisible”, por decirlo a la manera del registrador Rajoy. Sobre la soberbia  de un monarca, Felipe V, el primer borbón, haciendo méritos a cañonazos ante su abuelo Luis XIV, el todopoderoso Rey Sol, hasta el punto de llegar a asustarlo, con un empecinamiento y una inquina que asombró al mundo de entonces.

En la historia hacen de mal llevar las violencias contra los “propios”, las violencias ejecutadas en casa. Sobran los ejemplos. Desde aquí hasta el Japón. Por eso, siempre será más llevadero para España conmemorar su fiesta nacional el 12 de Octubre, fiesta de la Hispanidad hasta hace no tantas décadas, “Día de la Raza”. Al fin y al cabo, quién va a llorar por aquellos desgraciados "indios" del padre Las Casas, que siempre deberán agradecer a la “gloriosa madre patria" haberles otorgado poco menos que el estatuto de humanidad.

Invocando el principio de "igualdad" entre todos los españoles se niega a los catalanes que se pronuncien sobre su futuro político democráticamente

A España se le hace difícil celebrar esa fiesta nacional que no celebra hoy: el día que –finalmente–, Su Majestad pudo hacerse rey verdadero “de todos los reinos que componen España”, como pretendió Olivares con Felipe IV en el siglo anterior, el XVII. Ese es el día también en que, en un alarde de cinismo difícilmente superable, se estableció el principio según el cual “todos los españoles (se supone que también las españolas) son iguales ante la ley”. Justamente el principio de igualdad que tanto se invoca ante el llamado “desafío secesionista” catalán. Ese principio que le hace decir al registrador Rajoy que "el derecho a decidir pertenece a todos los españoles".  Ese principio que permite al ministro Margallo decir que "un ataque terrorista se supera, pero la disolución de España es irrversible".Ese principio que tanto vale para un roto como para un descosido y en virtud del cual se niega a los actuales ciudadanos y ciudadanas de Catalunya que se pronuncien sobre su futuro político democráticamente. ¿Pero no habíamos quedado, según todas las convenciones de los derechos universales, que todos los hombres son libres para regir sus propios destinos?

Las bases de ese nuevo Estado español unificado se establecieron un año antes de la caída de Barcelona, en el Tratado de Utrecht (1713), que sancionó la paz entre Felipe V e Inglaterra, hasta entonces el gran aliado de los catalanes en la Guerra de Sucesión. El borbón entregó Gibraltar y otras posesiones en Europa, lo que le permitió obtener el reconocimiento internacional de las renovadas fronteras de su monarquía. Pero comoquiera que la reina de la Gran Bretaña tenía mala conciencia por el abandono a su suerte de los catalanes, y “visto que no cesa de instar con suma eficacia para que todos los habitantes del Principado conserven ilesos e intactos sus antiguos privilegios”, es decir, sus libertades, Felipe V tuvo a bien concederles ni más ni menos que “todos aquellos privilegios que poseen todos los habitantes de las dos Castillas, que de todos los pueblos de España, son los más amados del Rey”. ¿Qué más se podía pedir? Y, sin embargo, ahí siguen 302 años después. Ni celebran (¿se pueden celebrar las derrotas?) ni dejan celebrar. Tozudamente alzados contra el Rey, la ley, el orden, el ministro Margallo y Rajoy, el registrador.