​Es divertido ver cómo España y Francia empiezan a reaccionar con Catalunya como un asesino en serie que se encontrara por sorpresa una víctima, resucitada y chisposa, en la comida de Sant Esteve o de Navidad. Si el Parlamento de Catalunya no tuviera relevancia y el Tratado de los Pirineos no fuera reversible, París no se molestaría a pedir, en boca de un ministro, que se respetara la soberanía nacional de Francia cuando nuestros políticos hablan del derecho a la autodeterminación del Rosellón.

En España, el referéndum todavía produce más inquietud. Si se pudiera prohibir, el PP no hablaría de la reforma de la Constitución, ni se ofrecería a hacer "gestos con el catalán", después de dedicar una década a intentar volver a poner las bases de su extinción definitiva. A diferencia de lo que pasó en los siglos XVII y XVIII, los catalanes y los castellanos están en el mismo bando de la historia. Eso hace que la ocupación del Principado sea más difícil de justificar y de disimular.

Fernando Ónega publicaba ayer un artículo admitiendo que la situación de Catalunya es el único motivo que justifica la reforma constitucional. El articulista recordaba que sólo uno de los 948 municipios del Principado celebró la festividad del martes y todavía con protestas y discusiones. Según Ónega, el problema de España "es que Catalunya dio apoyo a la Constitución de 1978 con el 90 por ciento de los votos –cinco puntos más que Madrid–" mientras que el día 6 las pancartas decían "esta constitución no nos representa".

En realidad el problema es mayor. El problema es que los españoles ya no tienen fuerza para mantener la unidad del Estado militarmente, pero tampoco tienen coraje para asumir lo que supone admitir que los catalanes votaron el texto de 1978 por miedo a volver ser masacrados. Si los partidos catalanes no son conscientes que con el referéndum han ganado la posición en el ring, la situación se irá enredando. Si en 1936 España reventó a causa del hambre y el analfabetismo, esta vez bien se podría colapsar a causa de un hecho tan sencillo, pero tan difícil de aceptar por los castellanos, como que la ocupación de Catalunya ya no es sostenible.

Es probable que la Operación Diálogo y el reformismo Constitucional se acaben utilizando para intentar integrar el resultado del referéndum catalán en un debate más amplio de carácter español. Podría ser que el Estado mirara de descafeinar el derecho a la autodeterminación exactamente igual que en 1978 descafeinó la condición nacional de Catalunya convirtiéndola en nacionalidad. La estrategia necesitaría la complicidad de Miquel Iceta y de Inés Arrimadas, que hace unos días ya dejó caer, para sorpresa de todo el mundo, su disposición a votar en un referéndum que tuviera el visto bueno español.

Soraya Sáenz de Santamaria y sus catalanes encabezan la primera fase de un intento de disimular que el Referéndum ya es una concesión al diálogo que Barcelona hace en Madrid, después de una historia ignominiosa. Ahora que la Unión Europea necesita combatir la extrema derecha para asegurarse la estabilidad no es el mejor momento para que Bruselas descubra que tiene una nación ocupada dentro de su propio territorio. Y menos cuando el mensaje que se irá consolidando después de la victoria de Trump es que la democracia no funciona si la vida de los territorios no prevalece ante los intereses creados por los mercados y los organismos lejanos y extractivos.