Teníamos 12 años y habíamos quedado para hacer los deberes. Estábamos en casa de mi amiga Silvia y contábamos con un plan completamente premeditado: robar un cigarro de la cajetilla de Ducados de su madre y fumárnoslo entre todas cuando esta saliese de casa. Aprovechamos la ausencia de adultos para sentarnos en círculo sobre la alfombra de su habitación, pasárnoslo de boca en boca, disfrutar de cada calada, como en un ritual sagrado que nos llevaba a la deseada madurez. Acompañamos el cigarro con un chupito de Baileys entre cuatro y nos pillamos un colocón imaginario que nos hizo reír varias horas.

No volví a fumar hasta los 16 o 17 años, cuando alguien, otra vez, me dejó una caladita de su cigarro. Esa vez debí de tragar humo porque me mareé un montón. Seguí insistiendo, que es una de las principales características de toda persona que desea convertirse en una adicta. Supongo que ahí, sin saberlo, me enganché irremediablemente a la nicotina, porque me fui a la universidad mendigando cigarros de vez en cuando como el yonqui que se pasea por las terrazas de Pontevedra. En segundo de carrera era tal el nivel de sustracción de cigarros ajenos que acabé comprándome mi primera cajetilla. Fue el fin. Trasladé el pitillo social al de después de comer, al de desayunar, al de cagar. Al de después de follar. Jamás he vuelto a fumar tanto como durante la universidad pero la costumbre del cigarro social se ha mantenido intacta.

Muchas veces me planteé dejar de fumar y muchas veces lo dejé varios días seguidos, incluso más de una semana sin apenas padecer síndrome de abstinencia físico. Y volví. Creo que lo mío es un vicio espiritual, incluso estético, y aunque reconocerlo sea políticamente incorrecto, me encanta cómo luce el cigarro entre mis dedos y expulsar el humo haciendo círculos contra la cara del imbécil que el otro día, en medio de un festival de música, y mientras intentaba ligar conmigo, insistía en pedirme explicaciones sobre mi inútil vicio. Querido amigo runner, como todos los fumadores medianamente inteligentes, sé que fumar es perjudicial y, a pesar de ello, lo hago. Sé que beber es perjudicial y, a pesar de ello lo hago. Sé que follar contigo debe ser muy aburrido y por eso no lo hice.

El 80% del precio de mi cajetilla son impuestos, el producto más gravado del mercado, argumento lo suficientemente sólido para mandar a tomar por saco a los que no quieren costear mi hipotético cáncer de pulmón

La publicidad contra el tabaco -la de las propias cajetillas- es tan bestia que una no puede dejar de preguntarse por qué no lo prohíben de una vez si es que las enfermedades derivadas del tabaquismo están colapsando el sistema sanitario. Será que los fumadores también pagamos los impuestos para esa sanidad de todos, a través de los cinco euros de cada cajetilla. Un producto que se ha encarecido un 600% en los últimos 25 años. El 80% del precio de mi cajetilla son impuestos, el  producto más gravado del mercado, argumento lo suficientemente sólido para mandar a tomar por saco a los que no quieren costear mi hipotético cáncer de pulmón. 

A lo largo de estos años he observado infinitas estrategias de personas desesperadas intentando dejar el tabaco debido, en gran parte, al hostigamiento social que supone ser un fumador vicisoso y degenerado y que mantiene al heroinómano en la cómoda posición de enfermo y víctima. Mi compañera de piso Ana, estudiante de medicina en mi primer año de universidad, se castigaba comiéndose una manzana golden cada vez que tenía ganas de fumarse un cigarro. Ana acabó odiando las manzanas y enganchadísima al hachís.

Toda la gente que conozco que se leyó el best-seller “Es fácil dejar de fumar si sabes cómo” volvió a caer en el tabaco después de meses o años sin probarlo. La mayoría multiplicó la ingesta de nicotina porque se sintieron más sanos e invulnerables tras el proceso de desintoxicación. Puede que alguno haya muerto como el propio autor del libro.

Después están las personas a las que se les dio por el cigarillo electrónico, un auténtico despropósito que genera en los individuos la necesidad de tener todo el rato algo en la boca.

Y después los tramposos definitivos, los del tabaco de liar porque así fumo menos; y es más sano; como si se estuviesen fumando hojas de eucalipto y no nicotina, alquitrán y papel prensado químicamente. Se ha demostrado que el tabaco de liar es incluso más dañiño que el manufacturado. Mucho más recomendable es fumar perejil y orégano en papel de chicle, sobre todo si eres menor de edad, como nos recomienda este práctico tutorial.

Lo único que hay que hacer para dejar de fumar es dejarlo, lo único que hay que hacer para bajar peso es, recomendablemente, dejar de comer.

No tengo ni idea de cómo dejar de fumar, pero sí sé cómo no dejar de fumar. El quid no está en el método para dejar de fumar, el problema es que la mayor parte de los fumadores no quieren dejar de fumar porque disfrutan del tabaco. Lo único que hay que hacer para dejar de fumar es dejarlo, lo único que hay que hacer para bajar peso es, recomendablemente, dejar de comer.

El hecho de llenar las cajetillas de tumores, sangre, espermatozoides cortitos de reflejos y pedazos de cadáveres humanos no va hacer que la gente deje de fumar pero, sin embargo, ya está relanzando el negocio de las pitilleras a límites nunca antes vistos. Esto de que el envenenador te haga sentirte mal por consumir su veneno es una de las grandes paradojas del mundo occidental. Bienvenidos al capitalismo, al detox y a las pitilleras de diseño.