Este fin de semana he visto un par de películas sobre Winston Churchill que no valen gran cosa, pero que ayudan a entender bastante bien por qué la figura del premier inglés sigue resultando todavía tan inspiradora y atractiva.

En una Europa devorada por las actitudes artificiales y hedonistas, el carácter genuino de Churchill es una especie de estrella lejana y misteriosa. Ni que sea remotamente, su figura conserva un cierto poder sugestivo, todavía es capaz de conectar al público engordado por las palomitas y por las frases de salón con el recuerdo de su humanidad perdida o dormida.

Las dos películas se centran en la capacidad de superación del premier inglés, a través de un episodio crítico de su vida. La más reciente, Churchill, trata de explicar los problemas de conciencia que el desembarque de Normandía despertó en el político británico.

The Secret, estrenada en el 2016, es una dramatización de los días que pasó recuperándose de un derrame cerebral, un año y medio antes de retirarse. Cuando Churchill dice que no hay nada que pida tanto coraje cómo hacerse viejo con el brazo izquierdo medio muerto, colgando del cuerpo como una longaniza, parece que hable de Europa.

En un mundo ablandado por los discursos buenistas, las contradicciones de Churchill recuerdan que la grandeza de un hombre se mide por la fuerza que tiene a la hora de hacer nacer sus decisiones más importantes de las profundidades del espíritu y de la memoria. Churchill cae bien por su carácter combativo, por la capacidad que tuvo de convertir cada episodio de su vida en una especie de parto doloroso pero brillante.

De los dos filmes, el más lucido y el más distraído es el más reciente. The secret tiene escenas pintorescas: por ejemplo, cuando las hijas del líder conservador improvisan un dry martini en una jarra de cerámica y se lo reparten como si fuera zumo de naranja. Pero el filme no va más allá del chisme y de la explotación de la caricatura.

Churchill, en cambio, explica bien que la grandeza del político más famoso de la historia viene del hecho de que nunca tomó ninguna decisión importante por miedo o por el resultado material que esperava obtener. Si el premier británico infundió esperanza a los aliados en los momentos difíciles de la guerra, es porque en cada uno de sus discursos había una verdad intensamente vivida, porque se mantuvo siempre fiel a la idea que la vida le había ido forjando del mundo y de su lugar en él.

Con el mando aliado en manos de los americanos, Churchill tuvo que aceptar la operación Overlord de mala gana. En la Primera Guerra Mundial, había impulsado el desembarque de Gallipoli, que acabó con un desastre inenarrable. El recuerdo de aquella carnicería, que trató de redimir dimitiendo como ministro de Marina y yendo a combatir en las trincheras, atormentó Churchill durante toda la gestación del desembarque de Normandía.

Según explica la película, la idea de enviar un cuarto de millón de jóvenes a una matanza segura puso al primer ministro británico al borde del colapso emocional. Hay un momento que Churchill se encierra en la habitación y se pone a rezar de rodillas un padre nuestro shakespeariano, para pedir a Dios que, como mínimo, dé una meteorología favorable a los aliados.

Toda la película se centra en la lucha interior que el primer ministro entrega para encontrar una posición de autenticidad ante una operación que tendrá que defender delante del mundo. El día antes del desembarque, Churchill se tumba en la cama vencido, paralizado, incapaz de encontrar palabras de esperanza para el discurso que tiene que escribir para el día siguiente.

En la actitud de Churchill está la rabieta del ególatra que no soporta haber quedado al margen de una operación histórica. Churchill tiene miedo de que si la operación fracasa, como en Gallipoli, no tendrá bastante energia para asumir la responsabilidad y que, si miente y pronuncia un discurso artificioso, se perderá para siempre el respeto. Además, como tiene vocación de líder, le sabe mal que ni siquiera lo dejen viajar a Francia para compartir peligros con los soldados.

Al final, después de sufrir mucho, encuentra en la secretaria el vínculo concreto con el pueblo que necesita para sentirse conectado a una idea superior. Lo digo para que cuando nuestros políticos tengan miedo, recuerden que no va sobre ellos ni sobre nosotros, sino que va sobre aquel hilo de autenticidad, a veces tan difícil de encontrar, que ata nuestra existencia con la del resto del mundo y que no deberíamos abandonar, cuando tenemos la fortuna de encontrarlo.