08/05/2016: Rueda informativa post-partido en la sala de prensa del estadio Bernabéu. El periodista de TV3 Sebas Guim formula una pregunta al portero madridista Kiko Casilla. Lo hace en catalán. Tanto uno como el otro son catalanohablantes. El jugador de fútbol se gira buscando con la mirada la aprobación del jefe de prensa del club. Y éste se la devuelve con un gesto de negación. Lo que debería haber sido una situación normal se convierte, en razón del idioma, en un esperpéntico caso de catalanofobia. En pleno siglo XXI, en algunas instituciones españolas, el uso de la lengua catalana es visto y entendido como una provocación a la idea de España. Una situación que no es nueva. Que remonta más allá de los años de la dictadura franquista. Que tiene una larga historia.

El origen político

 

El origen histórico de la catalanofobia remonta a la época de tránsito de la Edad Media hacia la Edad moderna. Centuria de 1500. Era una etapa de grandes transformaciones. Los futuros Estados destinados a dibujar el mapa moderno de Europa, estaban inmersos en una lucha de afirmación y de expansión. Maquiavelo y la razón de Estado. La lucha para convertirse en un Estado –territorialmente extenso y demográficamente potente- capaz de liderar el viejo sueño de la unificación europea. En aquel siglo, los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y sus descendientes habían creado una entidad política –un imperio- que era una reunión de Estados independientes, cada uno con una relación singularizada y diferenciada con respecto al poder central. El Principado de Catalunya, también.

En aquel paisaje complejo, plural y difícil de coordinar, las clases dominantes castellanas –la oligarquía militar y latifundista- rápidamente tomaron la iniciativa. Con la inestimable colaboración de sus banqueros alemanes e italianos. Castilla se postuló como la matriz del imperio. Jugaba a favor el hecho de que el poder central (la monarquía, la administración, el ejército) se había radicado en Castilla. I Castilla quiso ser Hispania, un concepto antiguo y abstracto que era necesario actualizar y enmarcar dentro de unos límites geográficos naturales: la península Ibérica. La pretendida superioridad castellana ejercida con una combinación de fuerzas centrífugas –la dominación de la periferia peninsular- y fuerzas centrípetas –la depuración de la diferencia étnica y religiosa.

Las crisis entre Catalunya y el poder central desatan la catalanofobia: el icono del catalán presentado como el enemigo por antonomasia de la suprema idea de la españolidad

Ni moriscos, ni judíos, ni protestantes, ni gitanos, ni vascos, ni catalanes, ni gallegos, ni portugueses. La idea de España que se debatía en los cenáculos de poder era castellanista, catolicista y aristocrática. La tradición del Cid, el pensamiento de los místicos, y la estética del Greco en el Entierro del conde Orgaz. España concebida como el instrumento de poder de la aristocracia militar y latifundista castellana. Y todo lo que representaba una oposición era reducido a la categoría de herejía y de traición. La españolidad fabricada por el poder y la catalonofobia están íntimamente relacionadas. Las crisis entre Catalunya y el poder central desatan la catalanofobia: el icono del catalán presentado como el enemigo por antonomasia de la suprema idea de la españolidad.

'Entierro del conde de Orgaz'. Greco

El origen económico

 

En 1626 Castilla estaba sumida en una crisis económica y social de grandes dimensiones. La monarquía –que equivalía a decir el Estado- estaba en quiebra. Y la miseria en que estaban instaladas sus clases populares inspiró el Lazarillo de Tormes. La revolución de los Comuneros –del siglo anterior- no fue una revuelta nacionalista. Fue una revolución social opuesta a la política imperialista, que consumía los recursos y las energías de las clases populares castellanas en mil guerras que sólo aportaban beneficio a la aristocracia y a sus banqueros. El descontento era formidable. Olivares, el privado del Rey –que equivalía a decir al primer ministro-, dio un golpe de efecto: reactivar los frentes de guerra para desviar el foco de atención.

Para financiar la guerra exigió a Catalunya una contribución proporcional al censo del país (sus intendentes habían calculado el doble de la población real). La Generalitat se negó a ello. Legítimamente se podía negar. Las clases mercantiles de Barcelona -que tenían el control político del país- consideraron que estas guerras eran un mal negocio, porque perjudicaban las relaciones con sus clientes holandeses y franceses. Entonces se desató una campaña brutal de catalanofobia que pretendía tapar el fracaso de Olivares y de la administración oligárquica imperial. La inexplicable bancarrota de lo que había sido el tesoro público más rico de la historia moderna universal.

El origen social

 

Contó con la colaboración –a veces forzada y en otros entusiástica- de las más destacadas figuras artísticas castellanas de la época, que actuaban como voceros de la propaganda anticatalana. Un equivalente –con la obligada distancia que impone el tiempo- de la “brunete mediática” de la actualidad. Catalunya fue convertida en la causa de todos los males que amenazaban la supervivencia de la monarquía hispánica, que equivalía a decir de la idea castellana y oligárquica de España. Declararse públicamente anticatalán, en cualquier ámbito de la sociedad castellana, fue elevado a la categoría de manifestación de fidelidad al Rey. Que equivalía a decir de manifestación de patriotismo español. La simbiosis rey-patria-estado.

Quevedo, una reconocida figura literaria -en su propio tiempo- del Siglo de Oro castellano, y con una copiosa masa de admiradores de su obra, para conseguir el favor de Olivares y del Rey en su petición de excarcelación, llegó a proponer la liquidación física de los catalanes. En 1640, con el estallido de la Revolución de los Segadors –una revuelta antiseñorial y anticastellana que derivó en una proclamación de independencia- publicó a cuatro vientos: “En tanto que en Cataluña quedase un solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra”. La catalanofobia había dado un salto. Había pasado de ser un elemento del ideario supremacista de las élites castellanas a convertirse en un tótem del imaginario popular hispánico.

Quevedo: “En tanto que en Cataluña quedase un solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra”

Actitudes tan normales como hacer uso de la lengua catalana, del derecho catalán, o de la nacionalidad catalana fueron convertidas –a propósito- en un estigma. El catalán perversamente rebelde, mezquino y traidor –indigno de formar parte de la patria común- que incomodaba a una Castilla insegura, decepcionada, monolítica y silenciada de autos de fe” y de expedientes de limpieza de sangre”. La diferencia amenazando.

La universalización de la catalanofobia –la generalización del tótem del catalán malnacido y despreciable- dibuja una imagen que es pantalla de escritorio de la españolidad castiza y esperpéntica. Lo escenifica el Cuadro de las Lanzas, de Velázquez; con la particularidad de que el burgomaestre de Breda no representa la rendición de los rebeldes holandeses, sino la derrota definitiva de las clases populares castellanas. El secuestro de la historia. Y el síndrome de Estocolmo.

'La rendición de Breda' o 'Laso lanzas'. Velázquez.