En estos días decisivos por Catalunya, el Govern (y, con él, el Parlament) tiene, si entiendo bien los artículos publicados y los debates en marcha por todas partes, cinco opciones políticas ante sí.

La primera es plantear, conjuntamente con PSOE y Podemos, una moción de censura en las Cortes españolas para acabar con el gobierno Rajoy. Esta posibilidad no tiene, sin embargo, ningún sentido, ni política ni estratégicamente. En primer lugar, el 1-O fue un referéndum de autodeterminación, dirigido a medir el apoyo de los catalanes a la independencia, y no, como pretende la izquierda republicana española, demasiado débil para derribar el régimen del 78, un sucedáneo político de las municipales de abril de 1931. En segundo lugar, la moción de censura no tiene ningún recorrido práctico. El PSOE, en manos de los barones del suroeste peninsular con sus redes clientelares, todos dependientes de las transferencias del norte, se niega en redondo a hacer lo único que puede resolver el contencioso existente: un referéndum pactado.

La segunda opción es convocar unas autonómicas, a secas o bien vestidas de "constituyentes" (sin declaración de independencia de por medio). Esta propuesta, que algunos justifican con el fin de "contarnos bien", volvería a generar un Parlament con un grupo político, como CSQP ahora, que, deliberadamente, ni decidiría ni dejaría decidir y que, por lo tanto, nos volvería a poner en el punto de partida de una carrera inacabable. Sobre todo, sin embargo, la convocatoria a nuevas elecciones destruiría toda la credibilidad de los partidos y de las instituciones catalanas. El Parlament votó una Ley de Referéndum y una Ley de Transitoriedad con un propósito clarísimo: convocar a los ciudadanos a autodeterminarse, con la promesa de que ejecutaría el resultado de las urnas. No hacerlo equivaldría a estropear toda la confianza tenida por los ciudadanos y todo el capital político construido estos últimos años y a volver la espalda a toda la gente que se movilizó el día del referéndum (y antes). Después de la tensión y de la violencia que sufrimos todos el 1-O, parece evidente que los políticos partidarios de volver al "día de la marmota" (con un ciclo inacabable de elecciones) acabarían, en aquellas hipotéticas elecciones, como acabó Duran i Lleida: con cero escaños.

La tercera opción consiste en pedir, sin tomar ninguna otra decisión mientras tanto, un pacto con el Gobierno español –si es posible, ayudados por algún tipo de mediación por parte de actores españoles o de actores extranjeros (estatales o no gubernamentales). El problema (o problemas) de esta estrategia es que llevamos muchos años (antes y después de 2010) pidiendo un pacto, que el Gobierno español (por boca de su presidente, de su vicepresidenta, del portavoz del PP, de sus aliados en las Cortes y del Rey) se niega a pactar nada, y que los mismos que (en manifestaciones en varias capitales de provincia españolas) piden ahora hablar (como si Catalunya no hubiera pedido hablar nunca) no han llegado ni siquiera a condenar la violencia policial del 1-O.

Hoy por hoy, la mediación (como mecanismo de acompañamiento o de generación del pacto) no ha llegado tampoco. O, por ser más precisos, aunque ha habido ofertas de mediación públicas, ni las internas (con actores españoles) ni las exteriores (como el tímido intento suizo) han tenido ningún éxito. Para que haya una negociación, todas las partes en el conflicto tienen que reconocer a la otra parte como actor legítimo. Es decir, para negociar, primero hay que existir. La tesis del Gobierno español es, sin embargo, que la parte catalana no existe como igual. Ante esto, todo mediador que se ofrezca de buena voluntad fracasa y fracasará –precisamente, porque una de las partes no muestra ningún interés en empezar el proceso de negociación en sí.

En estas circunstancias, la mediación solo puede prosperar si el actor que se ofrece a mediar tiene la capacidad de premiar o de castigar las partes del conflicto en caso de que no se sienten a negociar. La Unión Europea tiene esta capacidad: España necesita el apoyo financiero del BCE para colocar su deuda (en caso de tensiones políticas o económicas internas) y tiene que mantener una cierta reputación ante los otros estados miembros. Sin embargo, la Unión, por las razones que ya examiné en mi artículo "Juncker y el PSOE", está neutralizada por las redes de partidos y de burócratas existentes. No hay ninguna duda de que a Juncker sus declaraciones le debieron de generar una presión extraordinaria por parte del lobby español y que, incluso si quisiera, no podría utilizar las instituciones europeas para hacer nada.

¿Qiere ello decir que no puede haber un mediador capaz de hacer sentarse España en la mesa de negociación? No lo sabemos. Ahora bien, uno de los estados grandes de la UE podría decidir, después de consultar, por ejemplo, con el presidente de la Comisión, forzar este camino –quizás utilizando a un país vecino como pantalla. Creo que la probabilidad de que eso ocurre es muy baja. Quiero creer, sin embargo, que todos estos días de espera tensa no dejan de tener una lectura positiva para al caso de los catalanes: permiten demostrar a la comunidad internacional que, a pesar de la voluntad de negociar por nuestra parte, España no quiere hacerlo. Y eso refuerza la legitimidad de una declaración de independencia, porque la convierte en el último recurso posible ante el cierre del Estado español.

Todo eso nos lleva a las dos últimas opciones. La cuarta posibilidad es la de una declaración de independencia "diferida", es decir, una declaración simbólica que pida al Gobierno español que negocie y que lo "amenace" con una declaración real (o proclamación) si lo rechaza. El plazo entre esta declaración y la proclamación puede ser de una semana, un mes o seis meses. Da igual, sin embargo, porque una DI diferida parece papel mojado. En primer lugar, porque si el Gobierno español no ha mostrado ningún interés en negociar cuando la movilización popular se encuentra en un momento álgido y la memoria del 1-O es absolutamente vívida, todavía tendrá menos a medida que pase el tiempo. De hecho, como ya hemos visto esta última semana, a medida que pasaban los días, se ha empezado a producir una especie de escape (no obstante, todavía en situación de control) del ala moderada de los soberanistas. El Gobierno español solo espera que el tiempo de espera se alargue para que la coalición independentista implosione. En segundo lugar, porque el Parlament ya ha hecho antes declaraciones de soberanía diferidas, como por ejemplo, la de octubre de 2015 –sin que estas declaraciones hayan tenido ningún efecto excepto alargar el procés hasta el agotamiento. En tercer lugar, porque la declaración da tiempo para activar los procedimientos necesarios (la vía del 155) en España. Finalmente, porque con el nivel de intervención actual, la Generalitat no tiene mucho margen para resistir. Para hacerlo necesitaría un espacio de autonomía operativa que la DI diferida no le da.

La quinta y última opción es la DI real. No hay que engañarse: su ejecución no es fácil. Sin embargo, la celebración del referéndum no lo fue tampoco. Necesitó la coordinación de instituciones y sociedad civil. Y esta parece la única vía a seguir si se hace una DI no diferida. La DI inmediata tiene también una virtud importante: permite existir como actor y, por lo tanto, legitima la mediación y la negociación. Por eso, a mi entender, una posibilidad sería incorporar a la DI una cláusula que permitiera al Govern suspender la aplicación (pero no la declaración en sí) de aquellas medidas dirigidas a hacer efectiva la DI si aparece un mediador real y si el Gobierno español se aviene a negociar.