La celebración del cuarto de siglo de la final de Wembley ha puesto de manifiesto la disociación que sufren muchos independentistas entre el discurso simbólico (en este caso, aplicado al Barça) y la praxis política. Recordando "lo tocará Stoichkov, parará Bakero, picará Koeman", muchos barcelonistas definen nostálgicamente el cruyffismo como la filosofía del balón a partir de la que se perdió el miedo a ganar, asumiendo así un discurso de poder sin complejos. Dicen, con acierto, que la principal virtud del Barça de Cruyff no fueron los fichajes extranjeros, ni el toque de pelota que hacía desesperar al contrario, sino interiorizar no traumáticamente la victoria como fenómeno normalizado en tanto que fuente de diversión. El holandés sacó glamour a la derrota y nos inculcó la belleza dionisiaca como fuente victoriosa. Cruyff creía que la anomalía era perder, no ganar.

De hecho, hizo mucho más que eso. Porque la lección moral de Cruyff, que conocía bien la situación política catalana y la antropología de sus conciudadanos, fue recordarte que el miedo, hermano gemelo de la modestia, es uno de los grandes impedimentos para hacer cosas. Escuchando muchas de las arengas que periodistas y políticos han pronunciado sobre Wembley 92, resulta paradójico que el universo simbólico de la victoria y la derrota del miedo cueste tanto de engastar en el mundo del independentismo. Como el Barça anterior a Cruyff –que se repite tristemente en el neonuñismo del pobre Bartomeu- la autonomía catalana ha consistido en una retahíla de excusas miedosas que han normalizado la castración como pauta: la imposibilidad de la autodeterminación, la necesidad de ajustar la soberanía a la ley española, etcétera, marcan el universo de falsos impedimentos que aseguran la sumisión de los catalanes a España.

Pero como en la película The Village del director Shyamalan (la historia de una aldea que sus habitantes no pueden abandonar por la amenaza de unos monstruos que son, en realidad, sus prohombres más notables disfrazados), si bien el miedo puede urdir comunidades muy afianzadas y de creencias fuertes, la victoria consiste precisamente en ver la impostura de los límites mentales que los tuyos te han impuesto. De hecho, hoy que todo dios celebra la final de Wembley valdría la pena repasar la hemeroteca y recordar cómo los guardianes del Barça derrotado intentaron matar a Cruyff mil y una veces, acusándolo de gastar demasiado en fichajes y de imponer en exceso su sistema de juego, entre otras excusas con las que los idénticos amargados también enmendaron al Barça de Jan Laporta, que acabó de importar el cruyffismo a la directiva del club, con todas las consecuencias políticas pertinentes.

A Jan le recuerdan mucho más la bajada de pantalones en un aeropuerto que las copas de Europa, tal como hay mucha gente que –todavía hoy– celebra Wembley pensando en voz baja que Johann Cruyff no fue más que un chalado con un poquito de fortuna deportiva. Si el independentismo sacara una lección moral de Wembley tendría que ser la de entender que el único impedimento para la secesión efectiva de Catalunya es el miedo autoimpuesto, que todo lo que nos hartamos de oír cada día (urnas, inhabilitaciones, multas) no deja de ser la misma cancioncilla fastidiosa sobre los árbitros y los poderes fácticos con que el barcelonismo excusó durante lustros su mediocridad. Importar Wembley al procés significaría pensar que ganar no es algo anormal y que el referéndum, básicamente, o te lo haces tú o a la orejuda ya la has visto lo suficiente. A veces, para que salgan las cosas, solo tienes que encarnar la teoría.

Gracias míster, de nuevo, por regalarnos lo más básico. Esperemos que no haga falta un cuarto de siglo más para entenderlo.