Hace días que miro los primeros episodios de la octava temporada de The Walking Dead, serie menor comparada con las biblias de la narrativa televisiva yanqui (The Wire, Breaking Bad, The West Wing), pero tremendamente útil de cara a reflexionar sobre el arte de la supervivencia política. Después de una serie de años en que la trama se centraba casi exclusivamente en el arte del policía Rick Grimes y el grupo para sobrevivir a los zombis autistas que los persiguen por un mundo apocalíptico, el creador Frank Darabont se ha dejado de hostias y de enemigos de barro para recordarnos que la supervivencia de un colectivo se centra en el arte de someter a los otros humanos. Desde la quinta temporada, Grimes tiene que liderar su comunidad contra un equipo de salvajes pseudo-nazis, the Saviors, que les permiten seguir viviendo en su guarida, pero al precio de extorsionarles alimentos y armas.

Durante mucho tiempo, Grimes vive del processismo y se limita a proteger a la gente que ama bajo la amenaza de la violencia extrema de sus enemigos, hasta que se sacude la pereza y el chantaje de la fuerza para declararles la guerra. El prota, un tipo de la pasma típicamente norteamericana (de aquellos a los que te imaginas matando a rateros por la noche antes de llegar a casa y de noche preguntándoles a los chiquillos si han hecho los deberes con voz impostada de osito de peluche) se da cuenta paulatinamente de que la astucia política no tiene ningún tipo de utilidad sin el poder de coerción y que, al límite, vale más la pena perder habiendo arriesgado la vida que no vivir bajo la castración de los propios prejuicios. En el fondo, el protagonista de la serie va comprendiendo poco a poco que la derrota no consiste en fracasar, sino en tener que explicar a los tuyos que los lideras mientras aceptas la coacción ajena y toda cuanta humillación.

A medida que se alarga el conflicto, a la gente se le hace más difícil recordar por qué cojones está luchando, si para sobrevivir o para satisfacer el ego de unos aparentes líderes

La octava temporada del invento vale bastante la pena, porque la comunidad de Rick Grimes se alía con grupos que también viven extorsionados por los Saviors y así empieza una batalla campal maravillosamente filmada contra los rateros, una lucha que se estira horas y horas. Pasados los primeros ataques, hay un instante muy curioso de la guerra en que parece que los enemigos no quieran acabar de matarse, en el que Rick y su líder Negan (el actor Jeffrey Dean Morgan, por cierto, es uno de los hijos de puta más conseguidos de la historia de la tele) parece que tengan una especie de dependencia emocional que les imposibilita aniquilarse. Mientras el conflicto se alarga, y por consecuencia lógica, los liderazgos de ambos bandos van perdiendo fuerza, y tanto Rick como Negan van viendo como cada vez les cuesta más fortificar su comunidad con un objetivo concreto para sobrevivir.

Paralelamente al hecho, esta guerra blanda y perpetua provoca que los liderazgos entre las dos comunidades se diluyan poco a poco, que a Rick y a Negan les aparezcan competidores y que, entre una cosa y otra, cada vez se haga más difícil recordar por qué demonios las dos comunidades se enfrentan y cuál es el objetivo de todo. Pero lo más indiscutible es que, a medida que se alarga el conflicto, a la gente se le hace más difícil recordar por qué cojones está luchando, si para sobrevivir o para satisfacer el ego de unos aparentes líderes que, simplemente, se afanan por sobrevivir a toda cuesta, lamiéndoles la teta hasta secarla. Reconozco que los guionistas lo tienen difícil para cerrar la trama: será interesante ver si, entre tanto liderazgo difuminado, hay alguien que ose recordar a los suyos que eso de luchar iba de liberarse. Y bien, podría seguir, pero mis lectores sois bastante inteligentes para saber por qué os hablo de todo esto.