Dicen que los barceloneses ya consideran el turismo como el principal problema de la ciudad y, de hecho, es muy habitual escuchar a políticos opositores a Ada Colau afirmando pomposamente que la alcaldesa utiliza a los habitantes del mundo que vienen a dejarse la pasta en Barcelona y los hipotéticos problemas que comporta la masificación de gente que lleva bermudas como una cortina de humo con el fin de tapar asuntos en los que la hiperalcaldesa las pasa más putas, como la huelga de metro o el enfado de los taxistas. A servidor eso de la criminalización de los turistas siempre le ha parecido una cosa curiosa, pues me sorprende que la gente se exclame de los males de una actividad naturalmente hortera, que implica abandonar el armario de casa y sus infinitas posibilidades para prepararse con una ropa absolutamente espantosa que se adapta a algo tan poco natural como pasear todo un santo día, que nos condena estresar horripilantemente el alma en busca de descubrir cosas y fotografiarlas.

Cuando vivía en Harlem, recuerdo haber visto muy a menudo a todos estos puristas del Eixample y del Born que suspiran por una Barcelona sin turistas meándose alegremente delante de casa, en la calle 115, los mismos turistas insufribles que empantanaban las iglesias de mi barrio, imposibilitándonos el paseo dominical y hartándonos de griterío y de bromitas. El turismo es una actividad funesta que sólo tiene una pizca de dignidad si el viajante en cuestión resulta tener bastante dinero para estar en casa en todas las ciudades del mundo, condición esencial para volverse invisible y no molestar a la parroquia. Que los barceloneses consideren el turismo como un mal es una muestra más de su cinismo y la cara dura que aplican cada vez que corren hacia Londres y okupan un piso de estos de Airbnb que tanto les molesta cuando está en Ciutat Vella. Sería fantástico repasar dónde se hospedan los concejales de la capital cuando viajan por el mundo: quizás tendríamos sorpresas.

A mí no me da miedo que los visitantes me depreden la ciudad, sino que mis conciudadanos la utilicen como una ramera

Hay sólo un mal inexcusable en el turismo, pero no en aquello que toca a los visitantes que nos asedian (que, de hecho, son en proporción por cápita muy parecidos a otras ciudades del mundo), sino a la costumbre de que de hace tiempo tienen los barceloneses consistente en tratar su propia ciudad como si fueran turistas, concibiendo la urbanidad como un simple asunto de servicio, de eficiencia y de entretenimiento. A mí lo que me asusta es la Barcelona que nos empuja a vivir en una existencia de Time Out permanente, a la búsqueda incesante de los mejores locales de sushi y de toda cuanta tienda de zumos orgánicos, que olvida la gracia pasear cada día por las mismas calles y la alegría de detenerse a acariciar un pedrusco en Banys Vells como si fuera la mano de una abuela moribunda a punto de expirar. A mí no me da miedo que los visitantes me depreden la ciudad, sino que mis conciudadanos la utilicen como una ramera.

Los turistas, y ya sé que os enfadaréis, me generan una terrible compasión, pues su sufrimiento es exactamente igual al nuestro cuando nos encontramos en otra ciudad del mundo compelidos a llenar frenéticamente de experiencias todo el día. Cuando veo a un turista por la ciudad, pobrecito mío, con aquel andar de pato lleno de ampollas, yo lo abrazaría, y así animo a besar compulsivamente a toda la hilera de japoneses que se acercan a la mona de pascua esta de la Sagrada Familia para dejar unos dineritos, así como a besar igualmente, con toda la alegría posible, a los turistas que consumen la insufrible gastronomía de las playas barcelonesas. ¿Quién comería tanta mierda, si ellos no estuvieran? Sinceramente, no entiendo cómo mis conciudadanos piensan que la mandada invasora del verano es un asunto más grave que la pobreza, la contaminación o la seguridad. Toda ciudad también es un campo experimental de espectáculos y el turismo es como aquellas canciones repulsivas que odiamos para acabar tarareándolas.

Yo os amo, turistas, porque me hacéis adorar más mi espléndida ciudad y me recordáis que no me tengo que largar muchas veces. De vez en cuando mead en la acera y aprovechad que el vecino no mira para coger una buena cogorza. Todo fuera eso, amigos míos.