Leyendo la Proposició de llei de transitorietat jurídica i fundacional de la república propuesta por Junts pel Sí y la CUP he tenido una sensación bastante parecida a cuando corrijo una redacción artificiosamente estirada por un alumno que, en realidad, tiene pocas cosas que decir. De hecho, acostumbro a desconfiar por sistema de todo aquello que se presenta con neologismos simpáticos y enrevesados, y eso de la transitoriedad (y todo lo que suene a transición en general) me provoca mucha más desconfianza que sosiego. Hace unos cuantos días, en una tertulia en Catalunya Ràdio, Marta Pascal ponía la transición española como ejemplo de la curva política y legal que está a punto de afrontar nuestro Parlament con esta ley y, desde que oí tal declaración en nuestra emisora, llevo la mano en la cartera por si acaso: porque si lo que estamos a punto de hacer es blanquear el antiguo régimen, por desgracia, la cosa no pinta muy bien.

La ley de transitoriedad se ha escrito, básicamente, para que nadie tenga miedo y con la idea rectora de asentar la pervivencia de la legalidad española. Hay buenas noticias, sólo faltaría, como la previsión de hacer una república liberal donde la obtención de la nacionalidad sea cosa fácil, así como nefastas concesiones a la filosofía común según la cual la futura constitución tendría que contar con la participación ciudadana, como si las leyes fueran un episodio de la final de Operación Triunfo; pero —si nos deshacemos de retórica y vamos al grano— esta es básicamente una ley que mantiene la subsistencia del funcionariado y la pervivencia del poder legal español en Catalunya. De hecho, si alguna cosa sorprende del texto es la insistencia de asegurar trabajo y sueldo a los pérfidos magistrados que, hasta ahora, habían sido los malignos culpables de la mayoría de inhabilitaciones del bando soberanista.

Sea como sea, todo el mundo que ha vivido del autonomismo durante lustros, el 1-O puede ir a dormir tranquilo

Pero los jueces no sólo son los mayores beneficiarios de la transitoriedad, sino que la norma garantiza el pan y la sal a todos los funcionarios estatales. Me ha hecho cierta gracia que nuestros diputados hagan especial mención a la continuidad laboral de los profesores universitarios con plaza fija, corroborando la ley eterna según la cual esta es una casta intocable que no se puede mover ni un milímetro, aunque se demuestre incompetente, le toque la nalga a tu hija con espuma entre los dientes o, madre mía, se produzca un cambio de fronteras. De la misma manera, también conserva el trabajo nuestro eminentísimo Síndic de Greuges, manifestando, en efecto, que Rafael Ribó seguirá cobrando de nuestros impuestos seamos dependientes, transitorios, independientes o extra-planetarios. Sea como sea, todo el mundo que ha vivido del autonomismo durante lustros, el 1-O puede ir a dormir tranquilo.

Entiendo que los diputados piensen que garantizando el trabajo a los miembros del antiguo régimen podrán comprarlos la tranquilidad y el voto, pero —sinceramente— dudo que ningún funcionario viva en la ataraxia o se implique en la nueva república hasta que no se le garantice todo aquello por lo cual ha luchado al entrar a la función pública; a saber, cobrar a fin de mes, hasta que muera. A su vez, sorprende que el texto garantice también todos los contratos urdimbres en tiempo de autonomismo (incluida la obra pública) cuando, de hecho, la etapa del nuevo país tendría que servirnos precisamente para revisar algunas de las burradas que se han cometido en nuestra vida anterior. Pero, al fin y al cabo, la ley de transitoriedad siempre me ha parecido un asunto de mucha menos importancia que la convocatoria del referéndum, la auténtica piedra angular del independentismo y una acción política que no necesita de tanta verga en vinagre para convocarse.

De momento, mientras somos transitorios, todavía esperamos que alguien convoque el 1-O. Nunca he sido de los de 'tenemos prisa', pero de aquí a hacer la siesta hay un abismo.