Mi tribu me obliga a flotar entre los tiburones de una derecha beata enemiga del vicio y una izquierda apostólica y romana que últimamente vive obsesionada contra la alegría. Porque si existe una encarnación concreta del vivir feliz ésta es una terraza. Pienso en la terraza del restaurante Els Pescadors del Poble Nou, con perfume de pargo al horno, sin la que la plaça Prim devendría una ratera abandonada sin alma y así también la plaça de Sant Agustí El Vell, que todo quisque conoce como La Plaça del Joanet, con su terraza llena de croquetas y jovenzuelas recién levantadas con perfume holgazán de crema hidratante por el cual hasta San Pedro se haría apóstata. En el bar Ascensor del carrer Bellafila, que dará nombre a los artículos barceloneses de cada viernes, instalamos cada día una pequeña veladora de madera con dos sillas que ha configurado la terraza más extraordinaria de Europa: si Stefan Zweig la hubiera conocido se dejaría caer por el Gótico y no se hubiera dormido por siempre acompañado de su espléndida esposa.

Los comunistas odian la alegría y nos quieren limitar las terrazas, que son una de las aportaciones artísticas más importantes que Barcelona puede ofrecer al mundo. Dicen, influenciados por los burócratas socialistas, que las terrazas perturban la movilidad en la calle y fomentan la contaminación acústica. Y todo ello se afirma por parte de una nueva administración que todavía no ha impedido que por la calle viajen sórdidos proyectiles en forma de bicicleta, patinetes diversos y cretinos que viajan con self-balancing y otros cachivaches repugnantes: y todo ello lo promueve un ayuntamiento que infecta nuestras plazas con el griterío de los insufribles conciertos de Manu Chao a cada nueva fiesta mayor y que nos destroza el tímpano con unos camiones de la basura que se pueden escuchar al anochecer incluso en Estocolmo. Queremos una ciudad llena de terrazas, con el griterío mediterráneo propio de nuestra especie superior: si quiere dormir, señora, léase una novela de Jaume Cabré y le garantizo que caerá a la tercera página. Queremos toda la ciudad llena de terrazas, en la que toda la calle devenga una terraza gigante donde podamos beber la vida tranquilamente.

Hace ya demasiado tiempo que los distintos ayuntamientos barceloneses viven obcecados en organizarnos la vida y limitarnos la libertad. Barcelona pierde las terrazas, y cuando queremos consumir alcohol o fumar con nocturnidad nos vemos obligados a refugiarnos en las horrorosas terrazas de los hoteles barceloneses, y consecuentemente a caer en el esnobismo insufrible de los hoteles barceloneses, con sus repulsivas cartas de gin-tonics creativos llenos de mandarina, uvas o canela. Una ciudad sin terrazas, donde la noche deviene interior, será una urbe sin escritores ni dandis, un lugar en el que nadie vivirá la ebriedad. Tradicionalmente era la derecha mojigata la que nos mataba el vicio, pero ahora es la izquierda que se llama a sí misma progresista y transgresora pero que actúa como los socialistas de siempre convertidos en burgueses acomodados. Una terraza es un camarero inoperante y estresado, la sinfonía de latas de oliva que se abren compulsivamente y una cobla de cubitos de hielo que chocan a nuestra salud. Solamente un puritano, un eunuco o un apóstol podría cerrar una terraza.

Alcaldesa, no haga como sus predecesores y tenga la delicadeza de dejar la calle en paz. Ponga manteros en la Rambla, llénela de turistas si lo desea, pero si nos recorta las terrazas se convertirá en nuestra mayor e íntima enemiga. Podemos vivir sin diacríticos, pero perder la terraza es quedarse sin ortografía.