Acostumbro a sentir una empatía intestinal con cualquier persona que es atacada por su desmesura, especialmente en todo lo que hace referencia a sus formas, pues considero uno de los males indiscutibles que ha convertido a nuestra tribu en insensible y a nuestros escritores en eunucos aquella cancioncilla según la que "se podría decir lo mismo pero con otras palabras", variante nacional de aquella misa también habitual del "no, si lo que dices es verdad, pero te pierden las formas". Siempre me ha hecho gracia este rumor, porque si algo demuestra el ejercicio de la escritura es que –demasiado a menudo, sobre todo cuando uno se acerca a la verdad– hay cosas que no, que no se pueden decir de otra manera o que, en todo caso, solo se pueden formalizar ofensivamente. En otras palabras, las formas de alguien son inseparables del contenido de verdad de su enunciante como político.

El independentismo republicano fichó a Gabriel Rufián por toda la coña esta de ampliar la base y de hacerse amable a un sector de indecisos a los que el político de Santaco parecía poder acceder con mucha más naturalidad que los pueblerinos del traspaís. Tiempo después, hemos podido comprobar que el Rufi denotaba mucho más el complejo de inferioridad del independentismo (impostado de diversidad cultural porque, en el fondo, asume el marco mental español que lo tilda de totalitario), que no de su ambición expansionista en la zona metropolitana de Barcelona. Finalmente, hemos constatado que si por algo ha destacado el líder de ERC en el Congreso es por su habilidad en hablar por primera vez a los diputados españoles en su propio lenguaje, destruyendo maravillosamente la imagen prototípica del político catalán que siempre acaba agachando la cabeza.

Lo mejor de Rufián, y una de las grandes noticias para el independentismo de los últimos años, son precisamente sus formas, son justamente sus adjetivos. Si por algo hay que alabar a Rufián es por llevar la sangre verbal de la política española al independentismo, para que sea ahora uno de los suyos quien –por primera vez– les iguala en soberbia. La batería de preguntas del diputado de Esquerra a Daniel de Alfonso ha sido de lo mejor que ha destrozado estos últimos tiempos nuestros de corrección política ("Ya que es tan gallo, venga, va, diga") y fue maravilloso ver a los diputados del PPSOE escandalizados pidiendo buenas formas en el interrogatorio. Como fue espléndido ver a Eduardo Madina llorando de histeria ante la matraca que Rufián tiró contra el PSOE el día de su ya olvidada abstención para hacer presidente a Rajoy. ¿Un catalán haciendo de español? Imperdonable, pobrecitos.

En un entorno político en el que el independentismo tiene que reunirse con el pobre Carter para hacerse perdonar la unilateralidad del ir al grano y en el que los más desobedientes –"pit i collons"– acaban siempre apelando a la Constitución y teniendo en nómina a abogados españoles, que alguien pierda las formas ante el enemigo político es la mejor noticia de la década. Porque son las formas, y no otra cosa, lo que nos ha llevado a vivir con la mente colonizada y la acción política castrada. El catalanismo necesita soberbia, dosis de orgullo y chulería como agua de mayo, y Rufián nos la da a un precio más que razonable. Fijaos si hemos sido educados hasta ahora, que de tan finolis nos han dado por el culo durante décadas con burócratas de tercera como De Alfonso, sicarios con aspiraciones de mafioso. Y sí, lo podría decir de otra manera. Pero para eso ya tenéis a los de siempre.