Desconozco qué responderá el lunes el president Puigdemont al requerimiento de Rajoy sobre el estado de la soberanía catalana, pero el Molt Honorable 130 tiene muy difícil vender al presidente español que declaró la independencia: primero, porque no lo hizo (el discurso evitó conscientemente los verbos declarar, proclamar o incluso el pérfido implementar) y segundo, porque si lo hiciera activaría la maquinaria del 155 sin que los diputados por el 'sí' ni hayan votado el texto clandestino firmado en el salón de actos del Parlament. La aplicación del artículo temido es, ante todo, un procedimiento simbólico, pues la autonomía catalana se encuentra intervenida desde el momento de la creación de la Generalitat, una administración pensada desde Madrid para que nunca se declare la independencia, subsidiariedad que todavía custodiaban obedientemente miles de policías de vacaciones en el puerto de Barcelona.

Si alguna cosa han demostrado los días posteriores a la sesión-a-medias del Parlament del pasado martes es que el independentismo ha regalado un tiempo precioso a Rajoy para que rearme su lenguaje bélico. Xavier García Albiol ha hecho, como siempre, de liebre del radicalismo, inoculando un ambiente de intervención de la escuela catalana, la cual, según el antiguo alcalde de Badalona, sería el lugar pérfido donde enseñamos a los niños a odiar todo aquello español (en Can Colapi la cosa debió fallar, porque a mí sólo me enseñaron a reprobar las declinaciones latinas, la insufrible tabla periódica de elementos y la Course-Navette). De tener a la administración española casi en jaque mate, hemos pasado a situarnos de nuevo a la tesitura de tener que defender las pocas ganancias que nos había regalado el autonomismo, como escuelas y Mossos.

El único punto de fuga que se me ocurre para el independentismo es que el Parlament vote la declaración que sus diputados firmaron y que nuestros responsables políticos traduzcan su compromiso con un acto solemne en la cámara catalana

Que el independentismo vuelva a la apología encarnizada de los éxitos (sic) que le comportó la era Pujol será una buena noticia para los españoles, encantados de que el soberanismo suba de intensidad reivindicativa pero baje de expectativas políticas. Hoy por hoy, el único punto de fuga que se me ocurre para el independentismo es que el Parlament vote la declaración que sus diputados firmaron y que nuestros responsables políticos traduzcan su compromiso con un acto solemne en la cámara catalana. Si Puigdemont quiere superar los miedos del masismo a la declaración de independencia, lo mejor que puede hacer es poner a los parlamentarios catalanes ante el espejo: como ya pasó con la organización del referéndum, quien no quiera jugársela ya se puede ir a casa y será sustituido por alguien que tenga convicciones más firmes. Antes de ganar al enemigo, a menudo hay que purgar las propias filas.

Más allá de intelectualismos y de toda cuanta metafísica que se te ocurra, la independencia sigue siendo responsabilidad de unos diputados que tienen que mostrarse dispuestos a no tener nada que perder. La gente se rompió literalmente la cara para defender el voto de todos. Ahora sólo falta que ellos y ellas pongan el alma para hacerles honor. En caso contrario, nos pasaremos años teniendo que volver a hacer esfuerzos titánicos para tener maestros y Mossos que podamos considerar de los nuestros, y –si la cosa se pone negra– todavía nos harán acabar gritando "libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía".