Una de las escenas que más me sorprendió el día después de los atentados de Barcelona, alrededor del memorial improvisado que ciudadanos y turistas erigieron sobre el mosaico de Miró, justo junto al Liceo, fue la de ver a un grupo de críos absolutamente borrachos que pasaban por el lugar (uno de ellos, muy pedo, sostenido por sus amigos porque no podía andar de la resaca que llevaba encima) mientras la gente todavía lloraba de rabia y de impotencia rodeando velas y flores. Después de un atentado como el de Barcelona se impone aquella cancioncilla cursi según la cual las ciudades tienen que "recuperar la normalidad", una salmodia poco aplicable a lugares de espíritu canalla como la Rosa de Foc donde, a pesar del estruendo de La Rambla y de los helicópteros que sobrevolaban el Eixample, la ciudad desafiaba el terror de la mejor forma posible: continuando la fiesta.

El tópico de "recuperar la normalidad" no se impone cuando hablamos de las grandes ciudades y del yihadismo, porque precisamente estos ataques ya forman parte de la más absoluta parsimonia de las urbes occidentales y son un fenómeno que, nos complazca o no, las sitúa justo en medio del circuito globalizado del miedo. Eso no significa que la gente no pueda llorar ni enrabiarse con justicia después de una barbarie, pero el mismo día del atentado en La Rambla en muchos de nuestros wasaps y teléfonos, más allá de muestras de shock emocional y de buenos deseos horteras, circulaba la frase "tarde o temprano nos tenía que ocurrir". Hay que admitir que las performances visuales del terrorismo son uno de los nuevos espectáculos de las ciudades europeas y, como tales, contienen la consiguiente dosis de miedo y fascinación sádica: no hay ninguna normalidad a recuperar, porque la posibilidad del peligro es consustancial a la ciudad.

De hecho, el yihadismo ha sido lo bastante hábil contagiando a los ciudadanos de Europa aquella sensación según la cual sus ataques son una perversa lotería que toca cuando toca y ya te puedes ir acostumbrando. Esta es la nueva normalidad de Barcelona, una ciudad que forma parte de un estado que ha traficado y todavía negocia económicamente con países que han tolerado o directamente subvencionado la causa yihadista. Todo el escarnio que el rey Felipe VI ha sufrido por sus conexiones con la monarquía saudí, y la consiguiente venta de armas a sus caciques, se pueden aplicar a fenómenos mucho más incómodos para la mayoría de barceloneses como la relación del Barça (y de muchos clubs catalanes) con las nuevas fortunas del universo catarí. Esta también es una nueva normalidad difícil de castrar que formará parte de la vida social de ciudades como Londres, Nueva York y, faltaría más, también Barcelona.

No hay ninguna normalidad a recuperar en Barcelona, porque el peligro ha sido y será siempre habitual en las ciudades que ataquen la barbarie con su alegría y apertura al mundo. Así ha respondido Barcelona a los terroristas, siguiendo la farra, a riesgo de acabar pedo. El tiempo hará honor a esta actitud y espero que la hiperalcaldesa Colau y el Ayuntamiento sigan haciendo posible que La Rambla respire siempre este desacomplejamiento y un cierto espíritu canalla. Y no, Ada, no nos embadurnes el Miró con uno de estos memoriales postcomunistas que solo gustan a los lacrimógenos y a los cursis. Si los guiris tienen que vomitar, que lo hagan en los árboles, no sobre una estatua llena de velitas.