Cada mañana cruzo La Rambla y me olvido de mala gana de la cuadrícula del Eixample bajando por Canuda hasta entrar en el patio de carruajes del Ateneu Barcelonès. Cuando miras a hurtadillas la Fuente de Canaletes experimentas aquella mezcla de angustia y de orgullo que explica tan bien Vila, Enric, en Breu història de La Rambla. A Enric, y a un servidor, le sorprende que –para la mayoría de extranjeros del mundo– la calle más visitada de Barcelona sea un ejemplo de lugar incomparable que no se ha estandarizado estéticamente ni ha caído en la neutralidad hortera de Times Square o monas de pascua similares, mientras que los barceloneses todavía lo vemos como un espacio que el turbo-turismo nos ha robado, sin saber exactamente cuál es esta identidad orgullosa que los maléficos visitantes japoneses nos hurtan. La Rambla es una calle que nos provoca cierto asco, pero a la que volvemos obsesivamente para entendernos.

Ayer leía que el Ayuntamiento y su concejal @galapita se gastarán una pasta gansa sufragando un equipo interdisciplinar (puaj) de arquitectos, geógrafos y totólogos con el objetivo de recuperar La Rambla para los barceloneses. Como en otros debates de la ciudad que el universo colauista intenta activar evitando de paso el hecho nacional, habría que recordar a los expertos, y así podríamos dedicar todos estos calers a los desahuciados o a los cojos, que La Rambla ha sido básicamente una calle que ha intentado mantener la viveza cultural del catalanismo contra los sucesivos intentos de folklorización ajena (el más claro de todos, el franquismo, colonizando los puestos de flores con merchandising prototípico del universo de la inmigración española, con un flamenco estereotipado y una lectura cutrepop de la poética taurina). Si el Ayuntamiento quiere recuperar La Rambla tendría que obligarse a catalanizarla de nuevo.

Si el Ayuntamiento quiere recuperar La Rambla tendría que obligarse a catalanizarla de nuevo

La tensión entre la identidad y la globalización, entre lo castizo que tiene que permanecer y la novedad depredadora es la marca bandera de las ciudades. Diría que el problema de La Rambla no es el encarecimiento de sus establecimientos, que han provocado un éxodo incuestionable del vecindario, sino la incapacidad de las sucesivas administraciones para tejer una identidad cultural más marcada por la calle. La Rambla tiene el Arts Santa Mònica, La Virreina, el Liceu y más arriba el Ateneu, cuatro ases con el suficiente potencial como para impulsar un hub cultural de primera línea con una programación común de museum mile, que podría ampliarse todavía más si Barcelona volviera a tener un segundo teatro de ópera, adquiriendo públicamente el Teatre Principal. Pocas avenidas del mundo que conecten el centro de una ciudad con el mar pueden regalarse el privilegio de disfrutar de tantas infraestructuras culturales en un paseo natural.

De momento, el único museo de La Rambla que tiene público es La Boqueria, repleto de turistas y cada vez más orientado a servir comida de plástico y vender pescado de calidad próxima a la basura. No sería mala idea empezar a cobrar entrada. Con respecto a La Rambla, a la administración no le hace falta un consejo de sabios, tiene muchas infraestructuras culturales delante de la nariz que puede aprovechar y dinamizar gratis. Si no les sabe mal, empezaremos por el Ateneu.