Al azar agradezco solamente un solo don: haber nacido en el Eixample y poder escribiros estos artículos mientras vigilo la rambla de Catalunya desde el balcón, siendo esta calle indiscutiblemente una de las vías más bellas del mundo, aunque desde hace lustros la hayan embadurnado unas horripilantes terrazas sin ningún tipo de gracia, que son espantosas, no por el hecho de ser terrazas, sólo faltaría, sino por los establecimientos que las regentan, unos restaurantes de auténtica vergüenza ajena con menús de tapas pretenciosas, cartas llenas de combinados con carne a la brasa ablandada y hornos de pan que infectan a los turistas con sus surtidos de incomibles ensaladas precocinadas, unas terrazas entre las cuales destaca la terraza más terrorífica de Barcelona, la terraza de la pastelería Mauri, una terraza donde de antaño los convergentes del Eixample y los redactores de La Vanguardia se han dedicado a desayunar a diario por sistema, engullendo ávidamente como si les fuera la vida unos bocadillitos espantosos y unos cruasanes de chocolate plastificados como los que sirven de consuetud en la Mauri, uno de los lugares más casposos del planeta Tierra que todavía se hace más hortera si paramos atención no a su terraza pretenciosa y esperpéntica, sino sus dos horripilantes terrazas que embadurnan de casposidad la rambla de Catalunya y la calle Provença. Últimamente, y más todavía en verano, no es suficiente con aguantar estos lugares pestilentes con su continuo griterío, unos establecimientos que no serían tan insufribles si sus respectivas terrazas se parecieran mínimamente a la terraza del Fiorello's del Lincoln Center o a la magnífica terraza del Hotel Alma de la calle Mallorca, pues además se añaden los grupos de música que pretenden amenizar la cena de los comensales, unos grupos de música desastrosos desde todos los puntos de vista, una tropa que no sólo rompe la paz de la gente que intenta tragarse la comida repulsiva que se ofrece en las terrazas de la rambla de Catalunya, sino que además y por si fuera de poco, nos perturba la noche a los vecinos que intentemos descansar. Desde la tarde a bien entrada la noche no hay un segundo de tregua: cuando no es un trío que versiona el Despacito con tonalidades de pretendida gitanez, es un violinista o un guitarrista que regurgita series incomprensibles de acordes o, todavía peor, uno puede caer en desdicha y encontrarse con el acordeón, que como todo el mundo sabe es uno de los peores instrumentos de la historia de la humanidad, y no por su sonido vidrioso, adaptable a formas de arte bellísimas como la habanera o el tango, sino por la manía de los acordeonistas de la calle de adaptar las melodías más repulsivas; y venga Clavelitos, y métele con el Ai se eu te pego. Las noches de verano, en la rambla de Catalunya, y es todavía más perverso tratándose de una calle tan bella, insisto, son una auténtica tortura para el caminante y para el vecino, que tiene que ver impasible como transitar por esta vía implica no sólo observar de cerca horrorosas hileras de camareros que sirven tapas, pizzas y ensaladas asquerosas, sino grupos de música horripilantes, de un sentido estético nulo, siendo así el camino que se hila desde la Gran Via hasta la Diagonal un auténtico purgatorio donde quien sobrevive tendría que merecer un premio a la resistencia, y tanto es así que lo que podría ser una de las mejores calles del mundo se convierte durante semanas en uno de los lugares más sórdidos donde se pueda haber vivido, un lugar que nos obliga a parapetarnos en el interior de las nuestros respectivos hogares como si fuéramos cachorros con tal de no escuchar ni una nota del pérfido acordeón, un lugar en el cual no hace falta aproximarse, sino más bien huir, cueste lo que cueste, y es así ciertamente como acabamos huyendo de la calle bella para acabar viajando a lugares espantosos como el Empordà, donde durante julio y agosto tenemos la desgracia de tener que aguantar uno de los paisajes más bellos del mundo inexorablemente contaminado por los mismos vecinos que huyen en procesión del mismo e idéntico acordeón. Al fin y al cabo, todo nuestro entorno, todos nuestros paisajes amados, funciona como un lugar de escapatoria donde la misma gente, enajenada y exhausta, se junta con tal de huir de este pérfido acordeón que me acompaña mientras os escribo este artículo con la cancioncilla horripilante de fondo. Qué delirio.