Cuando estudiaba en los Estados Unidos, los europeos éramos aquellos individuos que, ante la capacidad yanqui de resumir la ética aristotélica en cinco líneas o de ventilarse un siglo en un solo párrafo, erizábamos la nariz, respirábamos hondo con aires de superioridad moral y reivindicábamos que bajo cada palabra hay toneladas de bibliografía. Los europeos sabíamos esperar, esta era quizás nuestra principal virtud, y así dejábamos consumir la noche mientras los neoyorquinos se emborrachaban en la happy hour, para –de noche, con la ciudad ya apagada– salir a la calle y reivindicar la hegemonía de la sonrisa. Los del viejo continente nos reíamos de todo y nos encantaba ver la cara que se les quedaba a los americanos cuando escarnecíamos el Holocausto, e incluso nos atrevíamos a hacer chistes sobre las fosas comunes. Ellos tenían armas y pasta, pero nosotros reinábamos solitarios en la supremacía de la sonrisa.

Viendo ayer la pamema esta de los veintisiete estados en Roma, pensaba que lo que ha acabado matando a mi Europa no es la globalización (los Starbucks que han sustituido progresivamente los cafés de los que hablaba George Steiner), sino la pérdida del uso de la ironía para reírse de ella misma. Se me hace profundamente incómoda esta identidad presuntuosa que olvida a los muertos en Sarajevo, convertidos hace un tiempo en navegantes errantes que llegaban casi ahogados a Lampedusa y, más recientemente, en exiliados de la guerra siria. Esta Europa que hace como si nada, que no se inmuta con el Brexit y que ante cualquier crítica le da al play con la Novena de Beethoven ya no puede interesar a nadie. Sólo faltó el pobre Rajoy, regándolo todo con su increíble y persistente mediocridad de registrador: "Europa es el mejor lugar del mundo donde puede nacer un ser humano".

Mientras Europa intente justificar su letargia con discursos horteras como el de este fin de semana, contraponiendo una identidad colectiva que ya no existe al auge del discurso populista y xenófobo, la esclerosis del proyecto común seguirá inexorablemente. Que la mayoría de estados nación de la Unión Europea hayan sido incapaces de afrontar su colapso, o que lo hayan intentado resolver mirando hacia otro lado cuando se habla de su democratización (como resulta evidente con el "problema catalán", que Rajoy intentó colar como un ratero en el texto común rubricado en la capital italiana), no genera ni un solo buen presagio. A Europa no se la ha cargado la retórica de Nigel Farage, ni lo hará Marine Le Pen si gana las próximas elecciones francesas, sino su propia pedantería presuntuosa. Hoy Europa no nos sirve, en definitiva, ni para diferenciarnos de lo que creíamos ajeno.

Desde mis tiempos de estudiante han cambiado muchas cosas, principalmente la capacidad que todos tenemos de edificar como queramos nuestra identidad, sin coacciones ni dialécticas tramposas, y el hecho de poder habitar todo el mundo a través de la tecnología, sin que la proximidad geográfica sea realmente vinculante. Por todo ello, entre muchas otras cosas, he dejado de ser europeo, sin derramar una sola lágrima.