La nostalgia es el disfraz predilecto de los embaucadores, el refugio favorito de la cobardía. Por ello debemos leer y admirar mil veces el pregón de Pérez Andújar, nuestro carcoprogre oficial de voz aflautada, para comprobar hasta qué punto puede ser perversa la melancolía de los llorones y la numantina resistencia de quien sólo ha disfrutado paseando con su madre por los barrios de Barcelona cuando sus esquinas traspiraban españolismo. Porque ésta es la única moral de los culturetas izquierdosos que todavía hoy suspiran y se justifican recordando aquella ciudad de los prodigios de cuando eran jovencitos pretendidamente alternativos y radicales, protagonistas de una cultura que intentó desterrar el franquismo mientras el dictador se les moría a todos en la cama, confortablemente intubado. Entiendo perfectamente que nuestra hiperalcaldesa se sienta cómoda con esta revolución aparente que no cambia nada de fundamental en el poder.

Pérez Andújar entusiasmó el Saló de Cent del Ayuntamiento con su particular Wikipedia de la Barcelona colonizada. No se olvidó de nada, pobrecito Leporello: de los quioscos llenos de comics en La Rambla, pasando por Manolo Escobar, Cervantes, el Punk y supongo que el límite de caracteres hizo caer de la lista a Carmen Amaya y a Makinavaja. Así es la ciudad de Pérez Andújar, la de los obreros que se curaban del franquismo leyendo novela rosa, melodramas y viñetas que la cultura dominante digería sin despeinarse. Éste es el mundo del carcoprogre de la tribu que echa de menos al dictador porque justificaba su revolución, que añora secretamente los tiempos en los que te podías entender muy bien con los catalanohablantes porque Franco les daba de hostias a todos: “Cuando yo me críe no había conflicto entre las lenguas, había entendimiento, cada uno hablaba el idioma que le parecía”. Échale huevos, compadre.

Los barceloneses deberíamos aplaudir el pregón de un intelectual que todavía disfraza la aniquilación de la cultura catalana con el vaho de la crónica sentimental. Los barceloneses deberíamos celebrar un sermón que tiene como único objetivo intentar oficializar una cultura de barrio sin Rodoreda, Bauçà, Marçal y Brossa, no fuere caso que uno hable sobre la subordinación de la lengua catalana, que es una cosa muy de jornaleros y de nacionalistas poco viajados. Escribo que debemos celebrar la cosa porque la impostura cada día es más cristalina, porque la mandanga tarda menos en regalarnos su hedor, porque la trampa clásica de elogiar la ensalada imprecisa de la cultura popular para hacer olvidar los años de sumisión del catalanismo ya no se la traga ni una sola alma cándida. Debemos agradecer a Pérez Andújar y a Colau que nos hayan servido el excremento en todo su esplendor, revestido de diamantes y de pompa.

Cuando el españolismo se pone nostálgico, el independentismo tiene la costumbre de responderle con la moral perdedora de la barbacoa. Sólo así se explica un pregón contestatario de vergüenza ajena, con un protagonista que escondía su discurso disfrazándose y un público de botifarrada que le daba ganas a uno de volverse español y monárquico. Afortunadamente, hoy podemos vencer la nostalgia y el cutrerío con nuestra extraordinaria intolerancia, intolerancia igualmente repartida contra los farsantes y los bufones de la corte, intolerancia preciosa, bellísima y hasta coqueta, contra la tramoya de los carcoprogres y el fricandó de los defensores de la tierra. Yo hoy canto esta extraordinaria intolerancia y te confieso –Pérez Andújar– que soy el ayatolá que ha nacido para desnudar el falsete de tu prosa y la chulería insoportable de tu lista de agravantes. Qué pereza de pandilla, por dios.

Qué regalo de la civilización poder vivir sin la tolerancia. Qué signo de país normal es poder decirte, Pérez Andújar, que hagas el favor de no hacerme perder más tiempo y que te vayas a pasear tú y tu lista española de resentimiento.