Soraya Sáenz de Santamaría tendrá un despacho propio en la Delegación del gobierno de Barcelona, primera piedra de la flamante Operación Diálogo de Mariano Rajoy para Catalunya. La noticia es fascinante, porque certifica el hecho incontestable según el cual, a ojos españoles, la actividad dialógica siempre ha presupuesto la creación de una oficina. Sáenz de Santamaría –funcionaria de carrera desde los veintisiete años, abogada del estado ya cuando era un feto– podrá gozar de una estafeta en el Eixample desde donde le será posible dialogar mientras timbra las sentencias del Constitucional contra diputados catalanes y tendrá una modesta cancillería desde la cual podrá sancionar a los sediciosos mientras admira las palmeras de la calle Mallorca y se deja ver en los insufribles restaurantes de los alrededores acompañada de diputados del PP para, horas después, largarse a Madrit y explicar a sus amigos que en Barcelona no hay tantos independentistas como dice TV3. A la oficina, básicamente, uno va a ratificar cosas.

Yo imagino el futuro aposento barcelonés de Soraya como el de Rita Barberá en el Senado, con este tipo de mueble de antaño con tono marrón parecido al de las chaquetas de pana de los setenta y el hedor de vacío existencial de una suite de hotel NH de Valladolid o Ripoll. El pobre Enric Millo, jefe de bedeles, ya tiene curro y gasto para rato, porque el despacho de un funcionario no se arregla solamente poniendo ahí un MacBook Air encima de la mesa o encargando un ramillete de petunias al florista Navarro. Dicen que la vicepresidenta quiere aprovechar su nuevo pisito en Catalunya para recibir ahí a cierta gente bien de la sociedad civil (unionista) y entender así de forma más cercana el problema catalán. Pero, si éste es el objetivo del invento, yo le recomendaría que dejase su agenda muy libre y charlase más a menudo con su delegado, un político de Unió que coqueteó con ERC y acabó en el PP por simple glotonería de poder y billetera. Conversando con Millo, Soraya se dará cuenta de lo fácil que es sobornar a un pánfilo catalán.

El pisito de Soraya en el Eixample –rodeado de burócratas anónimos, café de máquina, peticiones de baja laboral, abecedario administrativo– es la metáfora más viva de todo aquello que ama la vicepresidenta, una mujer que tiene la virtud incontestable de impugnar una ley con la misma sonrisa asexuada de aquel tipo de funcionarias encantadísimas de notificarte que te falta el libro de familia cuando osas renovar un documento. Soraya y Millo degustando las repulsivas croquetas y las indigestas patatas bravas del restaurante Cor Caliu en la calle Mallorca: ésta es la imagen perfecta que resume la enésima versión de la Tercera Vía. Vicepresidenta, si para vender la moto tiene que visitar a menudo Barcelona, tenga al menos la bondad de evitarse dolores de barriga. Cuando salga del pisito, visite la terraza del hotel Alma, con una carta más que correcta tramada por Núria Gironès y, si tiene tiempo, diríjase a Casa Amàlia, uno de los pocos lugares de la ciudad donde todavía brillan los sesitos, el rodaballo y la berenjena al punto.

La Tercera Vía es esto: poner un pisito e invitar a croquetas.