Escribo sin saber todavía quién ha ganado las elecciones de ayer, pero convencido de que, pase lo que pase, la candidatura de Donald Trump significará la culminación de un fenómeno generalizado de la política mundial marcado por la ira y el contestatarismo. Existen dos prejuicios habituales en los europeos que se creen progresistas según los cuales la filosofía anti-sistema solo puede ser de izquierdas y, como consecuencia, que ésta se vehicula únicamente a través de finalidades éticamente loables como el fin de la desigualdad o el multiculturalismo. Trump ha sido un candidato único porque ha hecho virar la indignación hacia el proteccionismo y el aislamiento racial mientras se mofaba del progresismo de Hillary Clinton pintándolo como un hijo privilegiado de la casta de Wall Street y de las influencias elitistas de la candidata demócrata. Yo vivo montado en el dólar, dice Trump, pero he llegado donde estoy sin ayuda alguna.

Desde hace lustros –como muestran los Soprano, Narcos y Stranger Things–  la narrativa televisiva norteamericana se ha centrado casi exclusivamente en la vida de protagonistas tan risibles como atractivos que rompen la legalidad vigente y la pura racionalidad con tal de intentar asegurar la subsistencia económica de su familia. Trump se dirige directamente a Walter White, el químico frustrado de Breaking Bad, que subsiste como profesor de instituto mientras sus compañeros de generación se han hecho ricos y que, al serle diagnosticado un cáncer, decide convertirse en narcotraficante para regalar una herencia multimillonaria a su familia. Trump es la odiosa excusa que necesita este hombre blanco desencantado con la vida para salvar a su tribu al precio que sea: a pesar de su alta educación y talento alquímico, Walter White es la encarnación de quien no tiene nada que perder y prefiere una muerte televisada y gloriosa como la de Pablo Escobar a la parsimonia de ir tirando por la vida como se pueda.

Recientemente, el filósofo Slavoj Žižek sostenía –con su habitual estilo de provocación controlada– que de ser americano votaría a Trump porque consideraba cínica la unión forzada de intereses entre los votantes de Sanders con el capitalismo velado que encarna Clinton. El colega esloveno también decía que la victoria de Trump provocaría así, lejos del desembarco del fascismo o la intolerancia en América, una catarsis reparadora en los dos grandes partidos yankees que sería más beneficiosa que la inercia sistémica de la candidata demócrata. Lo que no decía Žižek es que su propia carrera como pensador estrella en los Estados Unidos hubiera sido impensable sin el auge de los neocons que permitió a tantos teóricos de izquierdas mofarse de George W. Bush en los congresos de progres neoyorquinos para ganar pasta. Trump ha puesto de relieve que eso de Žižek no es ir de listo sino puro cinismo.

Mientras los Estados de la Unión Europea continúen ejercitándose en el arte de hablar cínicamente de una Europa que saben ya inexistente y persistan en la testarudez de llegar tarde a afrontar discusiones esenciales como la política migratoria, los pequeños Trumps crecerán en cada país como setas. Primero fue el Brexit, y ya tenemos a ultraderechistas antisistema con posibilidades de llegar al poder en Holanda, Austria y Francia. Que sigan con sus bromitas intelectualistas contra el populismo de Trump, que la cosa les puede salir muy cara. God bless America.