El mejor restaurante de Barcelona sigue siendo el Gelida, en la calle Diputació tocando Urgell. Amamos la modernez y también la deconstrucción del berberecho mutado en helado, sólo faltaría, pero viajar al Gelida implica reconciliarse con las cosas básicas y abrazar la coreografía de lo más sencillo. El Gelida es un bar cutrillo y desangelado donde todavía se sirven desayunos de tenedor, donde el capipota es la biblia y hay una carrillera de cerdo con alcachofas que no te la comes en Via Veneto, por un precio delirante de tres euros y medio. De hecho, en la carta de más de cuarenta platos del Gelida no hay ninguna cosa que supere los cinco euros, a excepción del pescado del día, si queréis regalaros unos sonsos que se deshacen desmigajados como un berrocal lleno de miel o una caballa, pescado inservible, dice el tópico, pero que a manos de Santi parece un paseo descendente con la lengua por la barriga de Cleopatra.

El Gelida, no obstante, es un restaurante de entrantes, pues eso de los segundos platos en casa siempre nos ha parecido de contables que hacen el eructito. Procurad que os atienda Laura, la camarera más eficiente y dulce de Barcelona, y rogadle que vaya sembrando la mesa sin contemplaciones. Primero las anchoas, después un poco de embutido cariñoso, para pasar sin más sinfonías a los macarrones, a la boletada y a la maravillosa tortilla de sobrasada o de fricandó. En el Gelida reencontraréis el placer de comer un primero de verdura canónica, ya sea judía tierna o un bróculi tintado de carne salada, agridulce, como las cachas de una cupletista. Regadlo todo con vino de Gandesa y, si podéis, pedid mesa en el interior de la cocina, donde todo es alegría, grito y zarzuela. Luego, rematad la coda con un flan de mató y un orujo de herida.

Si tuviera que llevar a un amigo de fuera a comer en un lugar de Barcelona para explicarle la ciudad sin palabras, escogería el Gelida a pies juntillas

El Gelida me hace buy feliz, pues acostumbro a ir acompañado de los escritores que más amo, primordialmente de mi cojonador celestial Adrià Pujol, autor de los ya canónicos Escafarlata d’Empordà y Picadura de Barcelona, y últimamente añadimos a gentuza para que las mesas desborden todavía más comida: nuestro excelso compositor Joan Magrané, el poeta del fuego Jaume C. Pons Alorda y mi hermanito de página Enric Vila ya forman parte de las reuniones habituales del Gelida, y con ellos es un placer ejercitarse en el arte del insulto creativo en la terraza, favorecidos por el hecho de que –de vez en cuando– cruza la esquina un redactor del diario Ara que nos regala el placer de poder reprobarlo. Comer con ellos es un placer tan excelso que no vale la pena hacer nada más durante todo el día y que la noche llegue tranquila en forma de siesta.

Si tuviera que llevar a un amigo de fuera a comer en un lugar de Barcelona para explicarle la ciudad sin palabras, escogería el Gelida a pies juntillas, antes de cualquier mariconada pretenciosa del tipo Dos Palillos. En el Gelida estoy tranquilo y me lo paso bien, yo que últimamente tengo esta manía del llanto y la obsesión de ir cabizbajo por el Eixample. Si visitáis el Gelida, el mejor restaurante de Barcelona, dedicadnos un breve aplauso, desatad nuestra complicidad con una mirada o dedicadnos una mirada de reojo de enfado que disimule vuestra envidia sideral. No tengáis miedo, pues ya formamos parte de la carta como si fuéramos una mujer barata. Tomad y bebed todos, que este papeo es la carnaza que tiro para vosotros, la sanguijuela que hago letra para todos los hombres en remisión de su pecado. Os lo ordeno: disfrutad y no miréis atrás.