Hace tiempo que me habitué a evitar el deporte predilecto de los barceloneses, la nostalgia, paseando por los recovecos que la ciudad ha matado como si todavía existieran. Resistencia de majara, actividad absurda, entro a menudo en la tienda Mango de La Rambla, cerca del Ateneu, donde antes estaba la librería Canuda, y manoseo las bragas y las camisetas que ha imaginado el plasta de Andic y han cosido miles de tailandeses famélicos como si fueran antiguos volúmenes de la editorial Selecta. En la Canuda compré el primer ejemplar de Els Vençuts (Benguerel, Xavier) y hojeando Bodegó amb peixos, primera narración de Aigua de Mar (Pla, Josep), entoné por primera vez, desesperado, la frase: ¡como escribe, el maldito hijo de puta, no se puede hacer mejor! Y así lo repito, no se puede hacer mejor, no se puede hacer mejor, mientras me aferro salvajemente a unos sujetadores y las turistas japonesas me atisban como si fuera un pedófilo.

En la Canuda, hojeando Bodegó amb peixos, primera narración de Aigua de Mar (Pla, Josep), entoné por primera vez, desesperado, la frase: ¡como escribe, el maldito hijo de puta, no se puede hacer mejor! 

También hay un Mango en el Passeig de Gràcia, pero yo entro en el lugar como si todavía fuera el Drugstore donde –con mi padre– descubrí por primera vez a existencia de los borrachos, los deliciosos pimplados que salían del Publi o del Savoy y vestían pomposamente esas chaquetas marrones de piel que debían de pesar veinte quilos, ebrios para quienes la muerte consistía en volver a casa. Yo no sabía nada, de todo esto, pero ahora escribo como si lo hubiera sabido, porque de esto va la literatura. Aquí en el Drugstore también me paro muchas veces a palpar bufandas, aunque en realidad me encuentro repasando la primera edición de La Trilogía de Nueva York que compró mi padre en el quiosco del Drugstore cuando a Auster no lo conocía ni dios. Lo hago así, recordando la voz de mi progenitor mientras decía ¡A Auster lo descubrí yo, Berni! porque ser padre es precisamente esto, hacer creer a tu hijo que eres un genio explorador por igual.

Bajando para casa, entro finalmente en el Mango de Rambla de Catalunya, tocando a València, donde antes estaban los cines Alexandra, una sala donde cabían más de mil personas, pero que yo siempre recordaré por la diminuta sala Alexis, el único lugar de la ciudad donde podías ver películas iraníes de las que no entendías ni papa y volver a ver el último intento de Woody Allen para así perjurarte de que no te volvería a tomar el pelo en su puta vida, el pájaro. Así de indignado me siento en el interior de este Mango, sentado mirando los probadores mientras las publillas de la ciudad se contemplan en el espejo tomándome por loco. Yo no me quejo de la muerte de los objetos, porque la ciudad es depredación, muerte y selva, y por ello hoy no sólo os recuerdo la necesidad de hablar con los muertos (así hago cada tarde en el Ateneu con Garriga, Francesc, mientras me pimplo un puro), sino también de conversar con los lugares inertes.

Así me evito la nostalgia, fingiendo ser loco. Si me veis tocando la ropa, admiradme en silencio y –cuando no os vea nadie– imitad mi gesto imperial, delicioso.