De vez en cuando, cuando se ama y reza, Oriol Junqueras nos habla del amor. Está la versión más naíf de la cosa: preguntado por Jordi Basté sobre si los intereses de Junts pel Sí pasaban por hacer desaparecer a la CUP y, de paso, cargarse a Anna Gabriel, el vicepresidente espetó: "Lo que quiero es que le vaya bien a la CUP, a los comunes, a los socialistas y a todo el mundo. El junquerismo es amor. ¡Nosotros queremos a todo el mundo! Queremos que haya el máximo de transversalidad y diversidad posible." Diría que Junqueras sabe perfectamente que la política de partido, que nos guste o no es la única que existe en Catalunya, vive a mucha distancia de este padrenuestro cándido del amor al contrario. Reincidió, hace días, en la clausura del acto de los veinte años de la Fundació Irla: "Hemos aprendido que nos debemos amar, porque nada justifica nuestra dedicación en cualquier ámbito de la vida, como intentar hacer un mundo mejor."

Cuando se pone sentimental y abrazable, siempre pienso en la propia versión de Junqueras en el Salvados, en que el líder de Esquerra almorzó con una familia sevillana, cuya madre, Eugenia, babeaba con la disposición dócil y conciliadora del vicepresident. Hay un discurso sentimental y hortera, hijo del pujolismo, que consiste en recordar cada día a los españoles que los amamos muchísimo y que los catalanes sólo tenemos problemas con su Estado, no con ellos, una retahíla de buenas palabras que remueve el corazón incluso de los radicales, pero que hace que en el límite nada cambie. Aparte de recordar que al final es la gente quien hace los partidos tal como son, hay que entender que las elites españolas siempre se han sentido muy cómodas con este lenguaje de catalán sentimental que habla de la política y del amor con esta retórica sudada de los suplementos del diario Ara, en que se trata a las criaturas de bobas.

Todo este lenguaje del amor puede servir para mantener a Junqueras en la centralidad política, haciendo de él el próximo president de la Generalitat autonómica si el gobierno que lidera en gran parte es incapaz de convocar el referéndum, e incluso puede irle de perlas para negociar minucias con Soraya; pero me parece poco eficaz, sinceramente, tanto para romper el estado de cosas de la política catalana, como producir un solo nuevo independentista. A menudo temo que Junqueras, católico y a buen seguro lector de San Agustín, piense el amor como la caritas, el sentimiento que el de Hipona subsume a la búsqueda perpetua del contacto con la divinidad, lejos de los asuntos de la tierra y los deseos perennes y sexuados (cupiditas). Hablo de este sentimiento de rehusar la lucha del día a día con la excusa de ampararse con un universo que siempre-está-al-alcance pero que sólo llega en la ciudad de los dioses. En vida, nada de nada.

Para hacer la independencia no hay que abrazar el odio, sólo faltaría, pero esta forma de amor que se le escapa al vicepresident de vez en cuando nos hace más dependientes de lo que no llegará nunca. Porque Dios, aunque nos pese, no existe: sólo hay cosas, hombres, mujeres e intereses. Y la independencia es eso: sobre todo, un interés.