El chef Jordi Cruz comete el pecado de regentar un establecimiento de lujo, además tiene pinta de que le va bien en la vida y seguramente, no tengo ni folla y ahora como comprenderéis ni me molestaré en buscarlo, debe tener una chati que está la mar de rebuena. Si eres el dueño de un negocio que funciona, en el país de la envidia y de la quincalla de Twitter, automáticamente te tienes que convertir en un explotador o ser un cabronazo. Cruz ha dicho que para los estudiantes en prácticas (mal nombrados "becarios") es un lujo trabajar gratis para los mejores chefs del mundo y, pobrecito mío, al rey del Àbac se le ha imputado toda la explotación laboral planetaria, desde los críos que pelan patatas en el Bar Manolo hasta los trabajadores famélicos que buscan coltán en las orillas del Congo.

Poco importa que Cruz adopte estudiantes que no tendría que tener en su restaurante por el simple hecho de que ellos lo han querido y que agradezca la admiración que le tienen pagándoles jalar y catre, porque eso –dicen los de siempre– no es algo que te lo tengas que ganar, sino que es un derecho adquirido como el pecado original. Cruz ha cometido el error de dialogar con el griterío y el eructo, con la gentecilla que todavía no ha entendido que la admiración es el principio básico de todo conocimiento, y que –de cara a la formación de un estudiante– es mucho más importante ver defecar a Mozart o Picasso que no aprobar créditos. De hecho, el único pecado del chef es no cobrar a los jóvenes a quienes enseña, como ya hacen muchísimos restaurantes del mundo sin tantos aspavientos.

Es esta manía persecutoria que nos coge a menudo de querer igualarlo todo por debajo, de pensar que las vieiras son culpables de la miseria mundial

Resulta muy fatigoso vivir en un entorno en el que compartir el talento, si es el caso aplicable a Cruz, resulta motivo de escarnio y no de aplauso. A mí el chef del Àbac me parece un chico más bien impostado y su restaurante con pinta de picadero del Empordà aliñado con helados de queso no me interesa lo más mínimo, pero me resulta muy significativo que un creador que emplea generosidad en dejar entrar a los jovencitos en la cocina con el fin de endurecerles la piel y enseñarles cómo es la práctica real de todo lo que sale en los libros sea el enemigo número uno del igualitarismo y del curro digno para todo el mundo.

Cruz sólo ha dicho que ver actuar a los Roca es un privilegio, talmente como lo es admirar cómo ensaya y afina el instrumento un músico celestial o cómo cavila un pensador que amamos. Si Jordi Cruz regentara una cooperativa de cocineros no tendría el reconocimiento que busca ni podría servir los platos con los que sueña cada noche. Si Jordi Cruz velara por la dignidad de los jóvenes con el ánimo de hacer un restaurante participativo no tendría estudiantes de todo el mundo que quieren trabajar con él. Es esta manía persecutoria que nos coge a menudo de querer igualarlo todo por debajo, de pensar que las vieiras son culpables de la miseria mundial.

Lo mejor que tienen los restaurantes es reservarse el derecho de admisión. Así habría que hacer, a menudo, con algunos debates ciudadanos que sólo excitan el deporte favorito de la población: ofenderse y excusar el fracaso propio en los triunfos ajenos. Gentecilla, pesada.