El procés ha entrado en una fase donde la valentía será mucho más importante que la maña organizativa o que las convicciones personales, pues estamos al final de una partida en la cual no será tan clave lo que piensen nuestros líderes, sino todo lo que estén dispuestos a hacer para defenderlo. Eso explicaría un cambio de gobierno donde, a partir de ahora, nadie tendría que discriminar entre jugarse la dignidad o no preservar el patrimonio, para hacer honor a la distinción tramada por el antiguo conseller Baiget. Si este grupo funciona y es efectivo no será porque tema menos el saqueo personal a que el Estado puede someter a los consellers, sino porque estos habrán entendido de una vez por todas que el compromiso con el referéndum implica, primero de todo, dar ejemplo para no seguir cediendo al saqueo moral con que el gobierno español tapa la boca a los ciudadanos de Catalunya negándoles el voto.

Durante estas semanas se ha insistido demasiado en los asuntos patrimoniales de los consellers y la cosa es ridícula, no porque tener dudas y miedo ante un Estado agresor no sea comprensible, sino porque toda esta retórica en lo referente a las propiedades y a las familias de los nuestros honorables esconde el hecho de que a ellos también les saldrá mucho más a cuenta (en términos éticos y financieros) pasar como fundadores de un Estado que permanecer alimentados por las migajas del autonomismo. El pecado de Baiget y de los otros apologetas de la duda y del ir tirando no fue tener miedo, que es algo muy humano, sino olvidar que, en una economía libre, a los valientes y a la gente sin complejos siempre se les acaba premiando. La mejor forma de no pasar a la historia como un hipotético cobarde que huye cuando le tocas la cartera es demostrar, en definitiva, que tu patrimonio no vale nada si tu país es una prisión.

Aquí no se trata de ser más o menos independentista sino de poner la valentía y el no-tener-nada-que-perder en el centro de la política gubernamental, como pasa en cualquier administración digna de un gran país

Que Puigdemont y Junqueras hayan decidido colegiar la mayoría de las decisiones del Govern con todos los consellers (yo añadiría el Parlament, porque cuantas más voces tomen responsabilidades más ciudadanos se sentirán llamados a imitarlos) es una de las mejores noticias de estos últimos meses. Como también lo es que convergentes antiguamente moderados como Jordi Turull o Joaquim Forn hayan entendido que les es mucho más estimulante renunciar a su pasado autonomista de portarse bien y así ponerse al frente de las decisiones más complejas del gobierno que seguir haciendo pasillos en el Parlament o convertirse en funcionarios eternamente opositores a alcalde. Aquí no se trata de ser más o menos independentista, insisto, sino de poner la valentía y el no-tener-nada-que-perder en el centro de la política gubernamental, como pasa en cualquier administración digna de un gran país.

Con un segundo gesto de autoridad, Puigdemont ha conseguido que el españolismo todavía se histerice más en su lenguaje militarista y que la Tercera Vía tenga que improvisar patéticamente su pack de ofertas para Catalunya, como ha demostrado de nuevo Miquel Iceta, dispuesto ahora a recuperar el Estatut que votaron los catalanes y que el aparato de un Estado al que él mismo todavía defiende se encargó de arrasar. En democracia, el único contrato social se firma con los ciudadanos y los consellers que han prometido darles la voz no tienen que temer nada, ni prisión ni robo, si hacen todo lo humanamente posible con tal de tener éxito. El gobierno de los valientes no lo es, en definitiva, porque esté más dispuesto a sacrificarse que el anterior grupo de consellers, sino porque ha entendido que el patrimonio y la dignidad nos la roban desde hace bastantes lustros. El pedestal de un líder, al final, sólo son sus zapatos.