Yo soy hijo del Eixample y los límites de la cuadrícula son los límites de mi mundo. Reconocerás a un habitante del Eixample, o tú mismo devendrás uno de ellos, cuando escuches decir algo así como Aquí es donde estaba el Mordisco y podíamos cenar hasta tarde; no como ahora, que todo cierra a las once y de noche aquí en la calle no hay ni dios. Si te sorprendes a ti mismo, mientras deambulas por el Passeig de Gràcia, afirmando Esto había sido el Drugstore: una noche vi aquí a Dalí comprando chucherías y revistas del corazón con Gala y dos perritos, a pesar de ser probablemente falso, ya no hace falta que sufras más por tus problemas de identidad; porque seguramente eres de los que piensan que el jamón del colmado Quílez ya no está tan saladito (utilizarás el diminutivo, no lo dudes) desde cuando el colmado redujo la superficie que antes ostentaba toda una esquina, debido a la pérfida aparición de una tienda de ropa, y también sufrirás cuando compres aguacates en Veritas, que antes era tal y cual. Porque tú eres un habitante del Eixample desde el momento en el que eso que había antes aquí es más sólido que todo lo que hay ahora mismo.

Los eixamplencs amamos la nostalgia y somos horripilantemente cursis: justamente por ello, nos mofamos de la añoranza con todas nuestras fuerzas y nos cagamos en las expresiones ñoñas como si la vida nos fuera en ello. Pero, por mucho que nos pese, la propia y asquerosa monstruosidad somos nosotros, amos de la cuadrícula, los seres más afectados del planeta y de tal guisa afirmamos cosas como Yo tengo mi Eixample particular o vomitamos expresiones repulsivas del tipo Yo no como nunca en el Eixample, porque todos los restaurantes dan asco y los hoteles, ya ves, hace tiempo que son reuniones de rusos. Ello explica que no exista ni un solo hogar del Eixample sin un determinado librazo o tocho biográfico sobre Ildefons Cerdà en cada biblioteca, y es también así como los eixamplencs –calzando zapatillas, en casa– hojean sus insufribles monografías del Pla Cerdà buscando fotografías de los bocetos originales, y es así también como los eixamplencs admiran aquellos diseños y no sólo echan de menos el pasado burgués de su barrio, sino sus intenciones primigenias que nunca vieron la luz.

Porque, mientras toman manzanilla y depositan las posaderas en sus ridículos canapés pasados de moda, los eixamplencs repiten pedantes y afectados el discurso según el cual Es una lástima que Cerdà no pudiese acabar con su idea inicial mientras insisten recordando que es una pena que no pudiese llenar las manzanas del Eixample de maravillosos huertitos con olor a jazmín. Poco importa que toda nostalgia sea falsa, que el lugar que sueñan nunca haya existido en realidad, porque ya el eixamplenc neandertal echaba de menos aquellos tiempos en los que el barrio sólo eran cuatro viñedos rodeados de masías modernistas. Deberíamos prohibir urgentemente todas las carreras absurdas con las que el Ayuntamiento ensucia el centro de la ciudad, porque la única maratón en la que somos excelentes los habitantes del Eixample es la carrera de la pesadumbre. Aquello que molesta más al eixamplenc no es que sus adorados comercios cierren para siempre, sino que él no se haya podido despedir de ellos como dios manda, porque se los cierran con nocturnidad y sin aviso, mientras el eixamplenc querría y sueña en estar ahí para lloriquear cuando bajen por siempre más la persiana.

El Eixample tendría que poder hacer el moderno ejercicio consistente en superponer todas sus añoranzas y de esta guisa intentar entrar en una sastrería para retocar sus camisas siendo capaz de sentir todavía el pestazo de pan y mantequilla que desprendería de la panadería que ocupó aquel mismo lugar, para también superponer ahí la sonrisa forzada de las dependientas del bar anterior o la tozudez del peluquero que inauguró hace siglos el idéntico local. El eixamplenc, terco en su persistencia romántica, podría perfectamente intentar captar todo lo que hay de cambiante en una determinada figura, pero su insufrible egotismo y su marmórea añoranza lo hacen imposible, puesto que el eixamplenc sólo vive obsesionado en presenciar los adioses, y es así también como los eixamplencs adoran transitar por el barrio y, más allá de saludarse o de conversar, aprovechando el matemático cinismo de la cuadrícula, fingen vivir atareados para evitar al prójimo mientas le gritan adéu para que lo escuche todo el vecindario, con un tono wagneriano que despierta a todas las abuelitas.

Un habitante del Eixample es un ser que pretende decir adiós al mundo mientras todos asisten a su llanto. Somos una gente asquerosa que sólo puede abandonar este rincón del mundo si habita la cuadrícula casi perfecta de la ciudad que flota al otro lado del Atlántico. Existencia penosa, nostalgia impuesta, despedida permanente. Mirad un nuevo adiós y recordar qué habitaba antes en su lugar, esa primera piedra.