Llamábamos catalanismo a toda aquella literatura intelectual que pretendía idear una nación catalana despierta y rica en el seno de una España respetuosa y enorgullecida de todos sus pueblos. Incluso cuando era imperialista y se pretendía devorador (pensad en Pujols, por ejemplo), la base rectora del catalanismo consistía en el contagio moral: catalanizar España para hacerla más diversa, imponer una convivencia intelectual entre pueblos genéticamente plurales y confiar al federalismo la receta mágica para vertebrar un país en diferentes velocidades y con necesidades diversas, según la nomenklatura de Enric Juliana. El independentismo ha acabado con el catalanismo, que ya es un moribundo en fase terminal, pues ha asumido que la convivencia no es cuestión de seducción sino de vecindad y porque ha puesto en el centro de la política catalana la libertad individual de sus ciudadanos.

La paulatina muerte de Convergència (inevitable, a pesar de su transexualización en el Pedecat) y la marginalización del PSC, ahora convertido en un partido netamente españolista y favorable a la intervención de la autonomía, es un resultado natural y lógico que radica en el fin del catalanismo como teoría política. Que los dos partidos hegemónicos de centro en el antiguo régimen desaparezcan justamente cuando su carácter de intermediarios con Madrit ya no tiene ningún valor y cuando el entramado legal español es incapaz de tolerar un fenómeno nacional que no sea el propio es una podredumbre que no puede sorprender a nadie. Que el referéndum moleste por igual a las élites convergentes y socialistas, acostumbradas a traficar con la voluntad de los catalanes y no a tenerlos como valor absoluto, demuestra que tanto Convergència como los socialistas no están acostumbrados a vivir bajo la tutela del pueblo catalán, no la de unos escogidos.

La última resistencia del catalanismo putrefacto se llama procesismo, hermano predilecto de aquella práctica de Jordi Pujol según la cual la supervivencia de la nación sólo podía subsistir en perpetua tensión

La última resistencia del catalanismo putrefacto se llama procesismo, hermano predilecto de aquella práctica de Jordi Pujol según la cual la supervivencia de la nación catalana sólo podía subsistir en perpetua tensión contra los aparatos del Estado. Esta es la idea perversa que radica en la palabra procés (work in progress) y en la obsesión del soberanismo por hacer el llorica ante la judicatura española con tal de marear la perdiz y no hablar de huevos ni de tortillas. A medida que el independentismo sea hegemónico en la política catalana (eso explica el dulce momento de ERC) las posiciones del antiguo centro convergente y socialista se harán más insostenibles. El PSC ya ha optado por intentar seducir al electorado unionista y Miquel Iceta sigue jugando a hacer el papel de hombre de Estado sensato, aunque en tiempo de elecciones tenga que practicar el bailoteo para competir con Albiol y Arrimadas.

Los convergentes aún pujolean, por mucho que les duela aceptarlo. Que el partido de Artur Mas todavía nos quiera endosar a Carles Llorens de vicepresidente en el Ateneu Barcelonès (después de su gloriosísimo paso como jefe de cooperación en la Generalitat, en el que todas las ONGs del país le pidieron que dimitiera) forma parte de esta misma agonía del pujolismo político que sobrevivió a la presidencia 129 y que busca perpetrarse en los rincones del país (por no hablar de los reductos de la gauche divine que todavía nos quieren colocar en la Docta Casa).

Afortunadamente, les queda poco tiempo de vida. No por nosotros, sino porque el centro que representaban ha muerto, porque ha traspasado –afortunadamente- a lo que denominamos catalanismo. Puigdemont, por fortuna, es otra cosa. Pero él no tiene partido.